Un amigo

En el pasado Mundial de Fútbol, el jugador que me cayó bien fue Diego Forlán, de la selección de Uruguay. Yo quería que se ganara la copa al mejor jugador y lo que hubiera por ganar en el mundo, e incluso lo que había para ganar y ya se hubiera ganado otra persona. Tan bien me caía, que lo traje a que fuera mi amigo. El domingo pasado lo vi jugando en la Copa América, en la televisión, y creo que era el mismo. Sí creo, creo que sí. Digo «Sí» tres veces: una en voz alta (resonada), otra susurrada (sin hacer vibrar las cuerdas vocales) y otra mentalmente (escuchando): una vez para todo aquel a quien le llegue la palabra que suelto, otra vez para que la palabra que yo paso le llegue a la segunda persona contando desde mí hasta el fin del mundo, y la tercera para mí misma, para mí sola, con la palabra quieta. Sí, sí, sí. En nuestra historia por mí inventada y puesta en el mundo a partir de mí, cuando Diego se mudó a mi edificio y empezamos a jugar con las casitas, era un niño que se llamaba Dragan y dijo que se llamaba así. Preguntó si valía que él fuera el tío y la tía de los muñecos, que eran del tamaño de nuestros dedos. Aunque ahora vaya y venga con otro nombre, que también siempre ha tenido, y aunque haya pasado el tiempo, sigue con el mismo pelo rubio que le salía de la cabeza y le bajaba cuando teníamos siete años. Es por el pelo como lo reconozco, por el pelo y por el juego, que es lo que se hace cuando se recibe una pelota u otra cosa que viene así de allá, y luego se toca para que vaya hacia ese otro lado y de aquella otra manera. En Bogotá, en 1980, no había niños como Diego, como Dragan.

Tampoco hay casi insectos en las casas: debe de ser por la altitud. El que no haya plagas hace que la gente crea que la vida debe ser de dos maneras: cómoda y decente, y también hace que la gente crea que es necesario que el tiempo, él solo, lo estropee todo, y que nada sea recuperable, y la vida sea indecente y extremadamente incómoda. Cuando lo vi jugar el partido de la Copa América, Diego me pareció tan valioso como antes, cuando también jugaba, pero conmigo, a la familia, en las casitas de juguete, siendo Dragan, que decía venir de Yugoslavia. Primero acordábamos ser adultos ambos. Luego decíamos que él era la tía que hacía el papel del tío, y entonces manejaba en las casitas el muñeco de bigote. Decíamos que yo era la hija, que era la muñeca niña, y enseguida decíamos que había crecido, y ya era otra muñeca: la mamá. Las casas de juguete estaban llenas de aire. Estaban en mi apartamento, que estaba en nuestro edificio. A los López, del 301, la mamá se les tiró por la ventana.

Afuera y adentro había lo mismo: aire y cosas que reemplazaban un pedazo de aire y que me recordaban de otras cosas. Cuando éramos bebés, también conocí a mi amigo. No me dijo su nombre. Todavía no vivía en nuestro edificio, ni tampoco yo, que vivía donde mis abuelos, en una casa con rosal y reja. Era Dragan, que luego le surgió, pero también era otro, y era Diego Forlán, que estaba creciendo en un país al sur. Aquel bebé y yo no sabíamos hablar y creo que además no podíamos entender lo que decía el habla. No caminábamos. No hay nada que decir de la amistad entre bebés. Uno la vive y luego la olvida, y no es como la alimentación de los bebés, que uno olvida, pero sobre la que luego puede leer y pueden contarle algo. Sobre la amistad entre bebés a uno nunca le dirán nada, pues nunca hubo un día en que los adultos siquiera la sospecharan. Cada uno estaba en su cochecito, en el parque de la calle 85. No todos los bebés me llamaban la atención, aunque fueran iguales a un muñeco, pero él sí, que en ese momento y en ese parque quién sabe qué iba a ser, y en otro cuerpo, andando el tiempo, sería el mejor jugador de la selección de Uruguay; andando el tiempo siempre en un solo sentido, hacia la destrucción del mundo. Me llamó la atención y no moví las manos ni hice gorjeos, pues eso no es lo importante. No hice nada con él. Lo que pasó fue que lo vi y lo hice mi amigo, y luego a cada uno lo empujaron, en su cochecito, de regreso a su propia casa: a Diego debieron de llevarlo a Uruguay, o a Yugoslavia, o a otra parte de donde nunca vino a visitarme, y a mí me llevaron a la casa de mis abuelos, que estaba cerca. Desde entonces hasta tres años después, no hay ninguna foto de mí. No sé cómo era. A lo mejor también era Diego Forlán. Luego hay una foto en la que aparezco en la playa, en Santa Marta. Mi madre está contra el margen derecho del cuadrado, soplando aire hacia un flotador que va a ponerme para que yo me bañe en el mar sin ahogarme. Si uno se fija en el estómago de mi mamá, ve que es más grande que el de una persona corriente. Adentro está casi listo Diego Forlán, y ella lo sopla para el flotador, dentro del flotador, pero no lo sopla todo, sino que deja un poco en ella misma para que siga creciendo. Mucho después, él salió. Era mi hermano menor y vino lleno de cosas para que uno dijera de él, aunque en el aire que rellenaba el salvavidas no se le veía nada.

Naturaleza y arte

He cultivado el antagonismo desde siempre, con inconsciente cumplimiento. Me han contado que cuando era muy pequeña y alguien se acercaba para decir «Qué linda», yo decía «Yo como gente». No puedo evocar un tiempo anterior a la confrontación, un jardín donde haya sido concordante. Para mí, llegar al mundo debió de ser llegar como discorde. O tal vez la discordia empezó poco después, cuando salí de la casa y me di cuenta de que había personas que no me llamaban por mi nombre. Habrá quien diga que me siento suficiente. Otro dirá que exhibo el desamparo. Creo, como la tradición literaria, que la astucia es la virtud que acerca a la inmortalidad, y sé que no he sido astuta: no he sabido leer el deseo ajeno para usarlo en provecho de mi paz. De haberlo sabido, habría cejado en mi búsqueda de enemigos, una actividad que me intranquiliza y me siembra de rocas el camino. He actuado más como una fiera que como un dios; sintiéndome una fiera, he protegido con los dientes la cueva donde habría podido aplicarme a oír de los dioses la lección sobre la astucia, que es el saber ser de distintos modos; que es la prudencia, que es el saber responder a cada cosa no según la cosa, sino según el tiempo; que es la paciencia.

*Publicado con autorización de Penguin Random House.