Nunca entendí por qué los fiscales no me llamaron a declarar luego de la muerte de Horacio Maldonado Hadad. A lo mejor habrán pensado que un médico como yo, siempre tan silencioso y atildado, con veleidades de poeta, no agregaría gran cosa al expediente. Poco les importó que haya sido el mejor amigo de la víctima, el que pudo llegar a ser su cuñado, el más cercano a su familia, el único que podía conocer la identidad y las motivaciones de los asesinos. Tal vez esa negligencia me obligó a enfrascarme en la resolución de un crimen que, al igual que muchos otros, fue cayendo en el olvido sin que, la verdad sea dicha, los investigadores hicieran mucho por esclarecerlo. Hoy, cuando escribo la que quizás sea la última versión de este libro, puedo decir que el misterio de la muerte de Horacio me estaba reservado por una oculta e irónica divinidad. Una bruma se levantaba en torno a este suceso y lo cierto fue que, después de algunas demoradas pesquisas, nunca pude confirmar ni tampoco desmentir algunas sospechas que se tejieron sobre aquel crimen. En cambio sí pude descubrir, como una epifanía envenenada, el rastro de mis orígenes y algo más, no mucho, sobre la trágica figura de mi padre.
Ser amigo de Horacio fue un privilegio que la vida me otorgó. Su afecto me hizo sentir menos desvalido. En la escuela primaria compartimos pupitre y esa diaria cercanía irradiaba cierta aureola de respeto que mis compañeros reconocían de inmediato. Horacio era nada menos que el hijo del senador Maldonado y había heredado de su padre el don de la palabra y también su dignidad y prestigio. Me sorprendía que no se pavoneara ni ostentara su linaje y que, sin ese énfasis o tal vez por esa misma naturalidad, todos los habitantes de Puerto E., sobre todo las mujeres, le guardaran una familiar reverencia, como si reconociesen de antemano cierta condición de súbditos, una voluntad de sumisión que él no se veía obligado a imponer. Horacio tenía los cabellos negros y abundantes. Era flaco y los huesos largos se marcaban debajo de la piel acanelada. Sus ademanes varoniles y sobre todo los ojos grandes y negros, heredados de su madre, revelaban un dulce fuego, una calidez generosa que latía en sus adentros. En unas vacaciones de mitad de año, tomamos la costumbre de bañarnos en las ciénagas del río y contemplar el atardecer que a esa hora de la tarde refulgía como un inmenso espejo plateado. De vez en cuando pescábamos bagres bigotudos y espiábamos a las muchachas que se bañaban semidesnudas, con totumas llenas de agua que derramaban sobre sus cabezas. Eran horas maravillosas y el sol en retirada irisaba la superficie.
Una que otra garza pescaba alevinos en las orillas. Recuerdo que una vez le alquilamos una canoa a un pescador y entonces, a punta de canalete, nos extraviamos recorriendo los meandros de la ciénaga. Durante tres horas que a mí me resultaron eternas, nos adentramos en aguas pantanosas, vagamos perdidos entre los caños donde flotaba la maleza y presentimos el aletear de los primeros murciélagos. Reacio al regreso implorado por mí, Horacio disfrutó de aquella aventura; en cambio, yo tuve miedo y pensé que iba a morir. Fue entonces cuando quiso tranquilizarme y empezó a hablarme de las garzas y las mojarras, del agua empozada y de la otra que fluye, de las últimas babillas que él había visto asolearse en las orillas, de las taruyas y de las curvas del río, de los buques y los planchones que llevaban ganado a otras ciudades. Parecía que fuera nombrando el mundo y que solo en ese momento yo empezara a descubrir sus misterios. Empecé a visitarlo en su casa, casi siempre en ausencia del senador. Poseía una extensa colección de historietas de Batman, el hombre murciélago, que leíamos tendidos en la terraza del segundo piso. Desde la cocina, Celeste Arrieta nos preguntaba si queríamos algo de comer, unas tajaditas de plátano, algún bollo de maíz o de coco, una empanada, casi nunca una fruta, aunque en época de cosecha comíamos mango biche con sal. Celeste era la cocinera, una mujer maciza, de brazos gordos y pelo atezado con pequeños ganchitos de metal.
No creo que le hubiera gustado que yo la llamara afrodescendiente, tal como se prescribe en estos tiempos. Pero no quiero extenderme demasiado en este asunto. Uno de mis defectos es la digresión y, aunque hago todo lo posible por evitarla, siempre caigo en ella. En todo caso, Celeste nos llamaba niños a Horacio y a mí, niño Horacio y niño Rodo, y cada vez que lo hacía dibujaba una hermosa sonrisa de dientes blancos. Tenía una hija mayor que nosotros, Emilce, mujer de Grimaldo Santoya, capataz de las fincas de doña Verónica Maldonado y hombre de confianza del senador.
Horacio no fue solo mi gran amigo sino también mi maestro y mi cómplice. Juntos estudiamos Medicina en Barranquilla, compartimos habitaciones de estudiantes, me prestó dinero, me regaló guayaberas y camisas de seda, y me introdujo en círculos sociales a los cuales yo, por timidez o inseguridad, me resistía. Muchas veces no pude seguirlo. No aprobaba su manera de rebelarse y contradecir gratuitamente a su padre. Asistí como testigo incómodo a un par de esos desencuentros y siempre me pregunté por qué tanta inquina de Horacio ante las sugerencias del senador. Ya graduado o en pleno año rural, el senador Maldonado siempre quiso que su hijo lo apoyara en sus campañas electorales. Lo consideraba su heredero natural. Mi amigo argumentaba que no le gustaba la política y que su padre buscaba aprovecharse de su carisma como médico de pobres.
*Con autorización de Penguin Random House.