Introducción

LAS VENTAS NO SON LO MÍO

Hace muchos años rondó por mi cabeza este pensamiento: “Las ventas no son lo mío”. Mi primera asociación con la palabra ventas era la de un vendedor parado en la puerta de un local comercial en el centro de la ciudad que seguía con la mirada a la señora que caminaba temerosa y de prisa por el frente y le decía: “Buenos días, mi reina, tengo zapatico para dama, niño, caballero, qué tallita le busco. Bien pueda, siga, pregunte por lo que no vea”.

Eso de “vender” no era algo para sentirse orgulloso. Al menos, de acuerdo con mis preconcepciones. Cuando uno piensa así, claramente también es lo que emana. Al inicio de mi carrera profesional (comienzos de los noventa), el mensaje que algunas personas con amabilidad (y otras no tan amables) me daban a entender era: no sirves para vender. Como la gota que cae una y otra vez sobre el mismo punto, cuando uno se repite algo durante el tiempo suficiente, se lo termina creyendo. Lo acepta como un hecho cierto y una realidad con la que toca convivir. Por esa época, las cualidades de quienes trabajaban en ventas distaban mucho de las que yo presumía que tenía: agresividad comercial, pensar en el cierre del negocio por encima de todo, presionar una y otra vez (no hacer seguimiento, sino respirarle al cliente en la nuca), mostrar una actitud extrovertida y tener lo que se conoce como “don de gentes” (interpretado como estar dispuesto a deleitar al cliente como fuera). Eso sin contar la autoestima de hierro que se requería para superar objeciones de precio, los desaires, rechazos, incumplimientos, y hasta maltrato psicológico de ciertos clientes enormes, con un inmenso poder de negociación. Para ser honesto, son cosas con las que no me sentía del todo cómodo. En parte por mi forma de ser, y en parte porque consideraba que, si lo que uno ofrecía generaba valor, el resto vendría por añadidura. Años después comprobé que estaba en lo correcto. Parcialmente. Entendí que, además de entregar valor, hay que hacer que la gente se entere y que note que la competencia no llega a ese nivel. Cuando trabajaba en marketing, los equipos de ventas me atemorizaban.

La seguridad con la que hablaban de los clientes y de cosas que yo no conocía me ponía en desventaja. Con el simple hecho de decir, “El cliente piensa esto o dice lo otro”, invalidaban cualquier iniciativa. La voz del cliente era la voz de Dios, y el vendedor era su representante en la Tierra (y, por supuesto, en la empresa). El resto de los mortales solo teníamos que hacer caso. Algo no me cuadraba. Decidí tomar el toro por los cuernos y enfrentarme a la realidad. Decidí salir a vender. A darme cuenta de primera mano qué era lo que pensaban los clientes y cómo era ese mundo misterioso del que me hablaban con tanta autoridad los vendedores. Empecé a validar lo bueno, lo malo y lo feo de la gestión comercial. El desdén de algunos clientes y la manipulación de la relación, aprovechándose de la alta dependencia que se tenía de ellos. Experimenté la frustración de quedarme sentado en una sala de espera por varias horas para que al final saliera la secretaria del comprador a decirme: “Disculpe, el doctor Fulano no lo puede atender hoy, que le avisa para reprogramar la reunión”. Así, sin más. Viví la angustia de no poder facturar los agotados de productos de alta rotación. Viví el estrés de decirle a un cliente que no le iba a entregar en la fecha prometida y la indescriptible presión por subir precios. Y como estos, múltiples desafíos más que me llevaron a entender que el trabajo de vendedor es uno de los más intensos emocionalmente, y que uno pasa con frecuencia por una montaña rusa de alegrías y tristezas que, si no está preparado, lo pueden destrozar.

Como mi Dios es muy grande, resulté dirigiendo grupos comerciales. Siempre me desvelaba la misma reflexión: ¿cómo cumplir con la cuota de ventas sin presionar de manera agresiva a mi equipo, sin venderle más de la cuenta al cliente y sin pasar la línea del deber ser? (en experiencias previas había vivido en carne propia la filosofía comercial de “la letra con sangre entra”, y en verdad no me parecía tan dignificante). Se me hacía imposible de creer que eso fuera vender. Así fue como aprendí la ley de la selva y cómo funciona el teatro de las ventas. Carrusel de emociones, hacer de tripas, corazón, y reír cuando se quiere llorar. Pero lo más importante es que aprendí que vender no se trata de las viejas y obsoletas técnicas de presionar o usar artilugios, de decir lo que el cliente quiere oír o de participar en un juego impredecible. Aprendí que vender se trata de buscar el éxito del cliente y que la venta es una simple consecuencia de un proceso de acompañamiento responsable. La venta, entendida como el momento en el que el cliente acepta un negocio, es un pequeño punto, una mínima parte de un intrincado proceso con mil detalles que deben salir a la perfección, en especial después de vender, que es cuando realmente empieza la magia que se prometió. Lo que me quitó la incomodidad de “vender” fue entender que no estaba vendiendo, sino que estaba apoyando a los clientes para que resolvieran algo o tomaran la decisión que más les convenía, y eso se sentía muy bien. El entender que cuando un cliente me compra no me hace un favor (que por supuesto siempre lo agradezco), sino que las relaciones comerciales son un mutualismo. Saber que, así como el cliente nos paga, también recibe una serie de beneficios que harán su vida mejor, ayudarán a prosperar su negocio, le evitarán riesgos y mejorarán sus resultados. Ese es el sentido de una venta: que el cliente logre lo que desea lograr. Garantizar que tenga éxito en lo que sea que esté trabajando, o en cualquiera que sea su expectativa. La gestión comercial debe realizarla desde sus propios principios y valores. Por más “probada” que le digan que es una fórmula para vender, si no tiene sentido en su interior y considera que no corresponde al tipo de relación que quisiera construir o a su estilo propio de relacionarse con los demás, no tiene sentido. Ser fiel a sí mismo y lograr sus metas bajo los preceptos que se ha fijado es lo único que importa. Por mi propia experiencia puedo decirle que no tiene que seguir las “técnicas probadas” para “convencer” a los clientes de que compren.

Solo presente la información tal como es y hable con absoluta transparencia de lo que incluye y no incluye, y de lo que la gente realmente puede esperar y lograr, sin crear falsas expectativas. La forma como decida aproximarse a la gestión comercial, en últimas, solo debe cumplir una condición: que tenga sentido para usted. Se habla mucho de entender las características de los clientes y de perfilar a los compradores; sin embargo, poco se considera el perfil del vendedor para que en realidad sea una comunión de interés y prospere una relación. Esta aproximación presume que el vendedor debe tener la capacidad de adaptarse a cualquier persona que tenga al frente. Si bien es cierto, sobre todo porque no se asignan los clientes conforme al encaje con el perfil del vendedor (que sería bastante poderoso), habrá unas relaciones más difíciles de manejar que otras, simplemente porque los intereses, las personalidades y formas de ver los negocios difieren de manera sustancial. Lo anterior explica en gran medida por qué nos cuesta tanto vender. Primero, porque le estamos dando un significado distinto a lo que en realidad es y, por otro lado, porque en ocasiones lo que debemos hacer puede interferir con nuestros principios, valores y forma de ver el mundo e interactuar con los demás. Me han demostrado cientos de personas que, si bien “venden” algo al final del día, su gestión no es en realidad de ventas, como se podría concebir en el uso habitual de la palabra. Son el sinnúmero de profesionales que todos los días salen a ayudar a sus clientes y que, sin necesidad de vender, venden. Brindan tal confianza y generan tanto valor que no requieren hacerlo; de hecho, no se sienten muy cómodos haciéndolo. Veterinarios, agrónomos, pediatras, abogados, arquitectos, diseñadores, farmaceutas, asesores financieros, ingenieros químicos, mecánicos, eléctricos y de sistemas, por nombrar unos pocos, son parte de una inmensa legión de profesionales que realizan la gestión de “ventas” efectiva y de una manera diferente a la tradicional.

No tiene que ser “bueno vendiendo” para vender bien, ni siquiera necesita ser extrovertido. No tiene que ser un “vendedor” para lograr sus objetivos de ingresos. Solo tiene que optar por ayudar a la gente y agregarle algunas cuantas herramientas al proceso para que fluya mejor y logre óptimos resultados para usted, su empresa y sus clientes. Y así como el vendedor tiene muchos nombres, lo mismo sucede con los clientes. En su caso, pueden ser agricultores, distribuidores, padres de familia, pacientes, usuarios, entre muchos otros (para efectos prácticos, en este libro usaremos la palabra cliente para referirnos a todos los que adquieren un producto o servicio, independientemente de cómo lo llame usted). La dificultad que supone una venta no se da solo por lo que conlleva la gestión de quien la realiza, sino también por la forma como los clientes a su vez perciben y congenian con esta relación. Muchos clientes están prevenidos y son reacios a que les vendan. Son escépticos y dudan de la genuina honestidad de los vendedores o de aquellos que tienen una función relacionada con “convencer” al cliente de que adquiera algo o tome una decisión a favor de lo que promueve. Muchos compradores consideran que los vendedores están más interesados en ganar dinero que en brindar un servicio al cliente. Por eso las relaciones a largo plazo con los clientes se basan en la confianza. Contigo hasta la muerte plantea un camino no solo para vender de la manera correcta, sino para cultivar relaciones a largo plazo, que es lo que, en últimas, genera la permanencia de los clientes y, por ende, la sostenibilidad de todo negocio. La premisa de este libro es la generación de resultados y la construcción de relaciones. Proveer valor sin generar falsas expectativas. Es la transparencia y la exaltación de la gestión comercial como pilar fundamental de la evolución de cualquier sociedad. Por eso, para entender su verdadera dimensión, nuestra primera misión será entender por qué debe buscar la recurrencia para lograr la sostenibilidad del negocio.

* Con autorización de Penguin Random House