De los instrumentos, el órgano es no solo el de mayor tamaño, sino el único capaz de enfrentar una orquesta sinfónica y vencerla.
Quién lo creyera, pero fue inventado en el antiguo Egipto por un ingeniero, Ctesibio de Alejandría, en el siglo III a. C. Lo llamó hydraulis porque el viento se suministraba mediante la presión del agua y carecía de teclado. Lo que hizo Ctesibio fue materializar el sueño de los griegos de poder tocar más de una flauta, tal y como consta en miles de testimonios del arte de la época.
Los romanos no solo lo adoptaron, sino que lo popularizaron. Se asegura que los grandes circos poseían uno y que el emperador Nerón fue un buen intérprete.
Durante el Medievo fue inmensamente popular en la corte de Bizancio, pero su uso aún no estaba asociado con la iglesia. Eso ocurrió más tarde.
Lo cierto es que fue durante la Edad Media que se abandonó por completo el sistema hidráulico, se lo dotó del teclado, se perfeccionó su tecnología para la inyección del aire y se convirtió en el complemento indispensable de todas las catedrales.
Durante el paso del siglo XIX al XX, con la electricidad, se modernizó el sistema del fuelle. Más recientemente, las antiguas consolas empezaron a ceder su lugar a las electrónicas.
Esta es, a grandes zancadas, su historia, para obviar que los hay de todos los tamaños, desde los portátiles hasta los grandes que se integran como un todo con la arquitectura. Durante el siglo XIX, con la invención de los auditorios, que son los templos donde se sacraliza la música –la arquitectura tenía atavismos con el diseño de las iglesias protestantes–, los instalaron en el sitio del altar. Así ocurre en medio mundo. En Colombia ninguna sala sinfónica posee uno.
Para explicarlo sin mucho enredo, un órgano es un conjunto de instrumentos de viento, o tubos; un motor, o fuelle, se encarga de inyectar aire, y una consola, o teclado, desde donde se imparten las órdenes. Los tubos imitan todos los instrumentos: flautas, oboes, clarinetes, trompetas, trombones, campanas, hasta a su rival, el piano. El fuelle provee el aire. El rol del organista es complejo: enfrenta no uno, sino cuatro, cinco o seis teclados y un pedalero –un teclado que toca con los pies–, además del sistema de registros para decidir cuál juego de tubos debe sonar. Pero, sobre todo, debe hacer de su oficio música y eso no es sencillo.
Para cerrar esta introducción, al contrario de otros instrumentos, que se parecen entre sí, no hay dos órganos iguales porque se construyen sobre medidas para edificios diferentes.
El organista debe ser uno de los músicos más libres, pues permanentemente tiene que adaptarse a instrumentos diferentes y actuar según su parecer.
El órgano de la Catedral Primada
Aquilino de Amezúa (1847-1912), un organero vasco, se encargó de construir el de la Catedral Primada de Bogotá en 1891. Lo fabricó en España, llegó medio deteriorado a Bogotá por el río Magdalena y se inauguró, como todo en este país, sin haberlo terminado, el 10 de abril de 1892.
En 1968, para la realización del Concilio Vaticano II, resolvieron llamar al organero Óscar Binder a fin de que lo restaurara y modernizara. Fue trasladado al costado sur de la Catedral, y se eliminaron muchos tubos del original con la funesta consecuencia de que el sonido perdió brillo, potencia y mucha de la variedad del original.
En 2013 se inició un nuevo proceso para restaurar el instrumento, que se encontraba en condiciones preocupantes. Para ello se contrató, luego de complicadas polémicas, a la empresa española Gerhard Grenzing, que se encargó de desmontarlo para reinstalarlo y así recuperar los registros eliminados durante la segunda restauración.
El proceso tomó tres años y el interior de la Catedral Primada se convirtió en un monumental taller de organería.
Para la reinauguración, el 2 de julio de 2016, se invitó al organista Juan de la Rubia. De sobra está decir que se trata de uno de los mejores del mundo. Así la Catedral de Bogotá volvió a ser, luego de décadas, un centro musical de primer orden. Tanto es así que, en 2018, ocurrió la proeza de interpretar la obra completa para órgano de Johann Sebastian Bach, alfa y omega del instrumento. A lo largo de más de una docena de recitales que convocaron en Bogotá a lo mejor del planeta, el asunto se convirtió en un fenómeno multitudinario: la Catedral de Bogotá se dio el lujo de albergar en su interior, en cada concierto, los miles de espectadores que las normas de seguridad permitieron.
De quienes han enfrentado el órgano de Bogotá, quien mejor lo conoce y mejor domina la acústica del edificio es justamente el organista residente de la Sagrada Familia de Barcelona, Juan de la Rubia. Hoy en día puede decirse que es quien mejor lo conoce y más lo aprecia, pues acaba de aparecer en el mercado internacional Six centuries of organ music, Bogotá’s Cathedral, ejecutado por De la Rubia.
Lo que sobre el papel podría ser el reconocimiento de un buen músico con respecto a un buen instrumento tiene un significado más importante. El sello AMC Amchara Classical le dice al mundo que el de la Catedral Primada de Bogotá entra, por derecho propio, a la selección de los mejores y más característicos órganos del mundo. Lo de característico significa que tiene personalidad en su sonido y atmósfera acústica, y que, para materializarlo, vale la pena llamar a uno de los mejores: De la Rubia.
El compacto, que pronto estará también a disposición de los melómanos en las plataformas, no defrauda. El repertorio recoge seis siglos de música, la manera de demostrar que el Amezúa-Binder-Grenzing está en condiciones de enfrentar desde repertorio renacentista hasta música contemporánea.
Una selección trabajada con inteligencia, desde obras de José Jiménez hasta César Franck y Louis Vierne, sin olvidarse de Bach. De la Rubia se permite, además, varias obras suyas.
El sonido posee la amplitud necesaria, es decir, el disfrute de las hondas profundidades de los graves, la nitidez en los agudos. Además, despliegue de colorido y nitidez en las tomas. Más no se puede pedir.