Doña Marleny ora, llora, va de un lado a otro en su casa del barrio Castilla, en el noroccidente de Medellín, sin perder de vista el televisor. Laura, su hija, se come las uñas y aprieta los dedos de los pies, mientras Leonardo, el padre, se lleva las manos al rostro, sufriendo en silencio el sacrificio heroico de su hijo. “Quedan 50 kilómetros a meta y Sergio Andrés Higuita es cabeza de carrera. Sus perseguidores ya pierden más de 40 segundos. Colombia podría celebrar hoy su segunda etapa en esta Vuelta a España”, dicen los narradores a través de la pantalla, a miles de kilómetros de distancia. “Ay mijito, ay San Judas Tadeo, ay mi Dios, ayúdenle a mi hijo, que pueda llegar sano y salvo a la meta”, dice doña Marleny mientras las lágrimas se escapan de sus ojos y empiezan a lavar sus mejillas.

Don Leonardo sigue imperturbable, callado, petrificado en su sofá, angustiado por no poder gritarle a su hijo: “Vaya mijo, no se rinda, pedalee con fuerza”. La imagen de Sergio crece en el televisor. Una pequeña figura vestida de rosa, cabalgando con ilusión y alegría sobre un “caballito” Cannondale, se ve trepando hacia La Corcuera, el penúltimo puerto de montaña antes del final de la fracción, y entonces doña Marleny termina de quebrarse y cae arrodillada y con las manos en posición de súplica. “Va a ganar, va a ganar mi hijo”. Sergio también piensa en ella, en su padre, en su hermana, e incluso piensa en Moncadita (Q.E.P.D.), en Efraín Domínguez y en Luis Fernando Saldarriaga, sus padrinos del ciclismo, esos tres personajes que tanto le ayudaron en esos años de escasez e incertidumbre, años en los que perdía el curso de educación física en el colegio Sor Juana Inés de la Cruz, y todo porque no quería jugar fútbol para no lastimarse los pies o las rodillas. “Si me lesiono no puedo montar bici, y yo quiero ser ciclista”, solía decirle a su profesor, palabras que, sin embargo, no lograban derrumbar la tozudez del formador, quien lo ponía constantemente en la encrucijada de escoger entre estudio o deporte, como si fuera imposible cumplir con los dos sueños. Esos años, además, en los que ni Sergio ni su padre tenían dinero para comprar una bicicleta de carreras acorde para participar en certámenes oficiales de la Liga Antioqueña de Ciclismo, y entonces tenía que improvisar con bicicletas prestadas o hechas con retazos, con pedazos de otras bicis ya muertas para las carreteras.

Fue Alfonso de Jesús Moncada, Moncadita, uno de los descubridores de talentos más importantes del ciclismo antioqueño, quien le recomendó un taller en el barrio Castilla, donde podía encontrar una bici más adecuada para sus condiciones. Y la consiguió: una de color azul marca GW, con la que aprendió a hacer velódromo con Efraín Domínguez. Luego, con el club de Moncada, participó en varias competencias en Antioquia, y en una de ellas, en el Oriente antioqueño, fue visto por Luis Fernando Saldarriaga, extécnico del Manzana Postobón, quien de inmediato lo invitó a entrenar bajo sus órdenes en el club Nueva Generación. Tenía 17 años, y a esa edad, comenzó a vivir solo, lejos de su familia. “Quería sacarlo del entorno de Castilla y llevarlo a un territorio en el que pudiera crecer como ciclista”, cuenta Saldarriaga, quien también celebró este jueves y se conmovió con el triunfo de su pupilo. Higuita aprendió a montar triciclo antes que caminar o hablar. A los tres años, su padre le regaló una pequeña bicicleta de cross, de color verde, por Navidad, una bici en la que Sergio pulió su técnica de pedaleo y le perdió el miedo a la calle. Más adelante tuvo una de ciclomontañismo de color rojo, hasta que por fin pudo tener su bici de carreras. Para darle esos regalos, don Leonardo tuvo que comenzar a trabajar a doble jornada como cerrajero, pero es que era tan grande el deseo de su hijo por ser ciclista, que no pudo negarse. “Yo también soy amante del ciclismo. Yo llevaba a mi hijo todos los domingos a la ciclovía, o lo inscribía en el Clásico Infantil El Mundo, evento que nunca se perdió hasta que cumplió los 14 años de edad”, cuenta don Leo. Después de Nueva Generación, Sergio pasó al Manzana Postobón y más adelante fichó con la Fundación Euskadi, equipo lo puso en la vitrina Pro Tour y le permitió ser reclutado por el Education First de Rigoberto Urán y Daniel Martínez. “Para mí fue un sueño cumplido haber llegado a este equipo, uno de los más importantes del mundo”, expresó hace poco Sergio, cuando fue cuarto de la Vuelta a Polonia. Pero todas esas imágenes de lucha y sacrificio hoy no eran más que bellas anécdotas en la historia de Sergio, anécdotas que hacían ver más grande su imagen sobre esa bicicleta Cannondale, mientras luchaba a brazo partido contra Roglic, López, Valverde, Quintana y compañía. Faltan 30 kilómetros, la diferencia se estrecha. Apenas un minuto sobre los líderes. “Corra hermanito, corra”, dice Laura comiéndose las uñas, pues hoy no tuvo que estudiar por el paro del magisterio. “Vamos Sergio, vos podés, vos podés”, balbucea entre dientes don Leo, quien por fin se deja vencer por la emoción del momento. Faltan 10 kilómetros, faltan 5. La diferencia es apenas de segundos. Detrás, quienes persiguen al medellinense aceleran, se atacan, se trompean con sus manubrios en esas últimas rectas antes de la meta. Pero Sergio no mira hacia atrás. Se concentra en su objetivo, se clava sobre su bici y sigue pedaleando. “Este es mi momento, esta es mi victoria”, piensa el joven escarabajo de 166 centímetros de estatura, vecino de otro Higuita famoso, René, otro héroe a quien ni siquiera conoce. Faltan dos kilómetros y la diferencia es menor de 30 segundos. “Ya va a llegar, ya va a ganar”, dice el narrador. Doña Marleny no puede más y se abraza a su hija y a su esposo, en ellos encuentra fuerza para seguir llorando, para seguir gritando, para seguir orando.

Último kilómetro. El hombre de rosa aprieta los dientes y se aferra a su bici como un marinero que enfrenta la peor de las tormentas. La ola de los favoritos crece a sus espaldas, pero él no se rinde, no puede rendirse. Su técnico, Jonathan Vaugthers, le grita desde el carro: “Go monster, go”. Metro a metro, el antioqueño se acerca a la meta, empujado por las oraciones de doña Marleny y por sus propias ilusiones. Por fin cruza la raya y, con las manos alzadas hacia el cielo, se proclama vencedor, tan vencedor como aquella ocasión en que se subió a un triciclo para sentirse libre.