A Alejandro Mota, un ingeniero de sistemas e hincha del América de Cali, su hijo de seis años le pregunta constantemente si sus agresores ya están en la cárcel. Lo hace al sentir una profunda angustia por ver a su padre herido después de asistir a un juego de su equipo contra el Junior de Barranquilla en el Metropolitano. Inexplicablemente, porque fue con pinta dominguera y sin distintivo alguno de su equipo, supuestos hinchas del club tiburón dedujeron que era del rival y, como si estuvieran en la guerra, lo golpearon e hirieron con arma blanca.
Los hechos ocurrieron el pasado 20 de febrero, pero sigue incapacitado, ya que los golpes le dejaron una lesión en el ojo derecho y la visión está comprometida. Está esperanzado en que una cirugía láser en ambos ojos ayude a prevenir el desprendimiento de retina.
Mientras espera en la capital del Atlántico que su salud mejore, en el corregimiento de San Cristóbal de Medellín, Jeison Yepes aguarda por justicia y una posible indemnización. El joven de 27 años sabe perfectamente lo que es “esperar la muerte sentado” porque recibió 38 machetazos. Todo ocurrió el 23 de marzo de 2019, cuando decidió viajar al General Santander, en Cúcuta, para ver un juego de su amado Nacional. Yepes y unos amigos emprendieron el viaje por carretera cuando en Barrancabermeja (Santander) fueron sorprendidos por “hinchas” del Bucaramanga.
Como en una batalla campal, fueron recibidos con palos y piedras, los hinchas del Nacional salieron a correr y Yepes tuvo la mala suerte de caer al piso. No pasaron más de 20 segundos cuando ya tenía a su alrededor diez personas que, con machete, le cortaron la cara, brazos y rodillas. “Veía rojo y estaba lleno de sangre, mientras tanto escuchaba cómo celebraban lo que me hicieron”, relata el joven. Duró más de 12 horas tirado en el piso y con graves heridas en el cuerpo. El dolor le causó un desmayo porque prácticamente sus extremidades fueron amputadas por quienes dicen ser hinchas de un equipo de fútbol.
Un habitante de la región lo encontró tirado y lo llevó a la clínica. El joven, que estudia administración de empresas, tiene la movilidad reducida por las secuelas de las heridas, le han hecho ocho cirugías reconstructivas y quedan otras más pendientes.
La violencia en el fútbol tiene un gran número de historias lamentables. Johan Valderrama y su esposa decidieron viajar desde Armenia al Atanasio Girardot, de Medellín. Un plan familiar que incluía parar donde quisieran a comer bien, un descanso en la capital antioqueña y ver fútbol tranquilamente. Compraron boletas para occidental, una tribuna supuestamente segura, pero de un momento a otro fueron testigos de cómo los integrantes de las mal llamadas barras bravas fungían como autoridad y pedían la cédula a quienes no tenían camisetas del Medellín. El objetivo era identificar a quienes no fueran hinchas de ese equipo para sacarlos del estadio. Ese día la intolerancia fue tal, que los propios exjugadores del DIM fueron agredidos.
También al máximo escenario deportivo de los antioqueños, pero a un partido de Nacional llegaron tres caleños, entre ellos una comunicadora. En la terminal de transportes, 7 seguidores del verde paisa los abordaron. A uno le pegaron con el casco y dos machetazos en la cabeza que alcanzaron a tocar el cráneo y actualmente está en exámenes médicos para determinar si le tocó o no el cerebro., el otro tuvo que saltar desde un segundo piso para que no lo mataran y a ella le robaron la cámara y la intimidaron todo el tiempo con las armas corto punzantes buscando prendas del Deportivo Cali.
Nicolás García y Juan Restrepo, hinchas del América y del Once Caldas respectivamente, tienen historias parecidas porque debieron huir para salvar su vida. Al primero, según relata, la Policía lo delató al decir en voz alta que era hincha del equipo escarlata, a pesar de no tener camiseta. Un buen trote para evitar una golpiza y 50.000 pesos a un uniformado para ingresar rápidamente por otra puerta al estadio le salvaron la vida. Al segundo le tocó esconderse en una panadería para evitar que los ataques con arma blanca le afectaran la cara.
En la mente de los aficionados del fútbol quedó el recuerdo de lo que pasó en agosto de 2021 en el partido Santa Fe vs. Nacional. Además de la invasión de la cancha, hubo sevicia de algunas personas con camisetas de Nacional que golpearon brutalmente a un hincha del León hasta dejarlo inconsciente en las gradas. Horas más tarde, la persona sufrió un trauma craneoencefálico por la cantidad de golpes que recibió.
Aunque lo ocurrido en Querétaro (México) tiene abierto el debate sobre la violencia en el fútbol por la batalla campal que dejó 30 heridos, 20 desaparecidos, 17 detenidos y un número de igual de muertos; en Colombia viene ocurriendo ese mismo fenómeno en cada fecha, pero las muertes se presentan en varias ciudades y, tal vez, por eso no se ha puesto la lupa a la situación.
Mientras que en esa ciudad mexicana se castigó al equipo con juegos a puerta cerrada, un veto de tres años a las barras, una multa económica de 70.000 dólares, una inhabilidad de cinco años para los directivos y capturas con procesos judiciales inmediatos; en Colombia, cuando ocurre algo similar, sencillamente se cierra la tribuna, se castiga al cemento y los violentos siguen recorriendo los estadios.
La Dimayor ha hecho un sinnúmero de anuncios para acabar con la violencia en el fútbol; en 2017, presentó un plan de enrolamiento con el objetivo de que todos los asistentes estuvieran identificados, pero fracasó. Aunque 243.466 personas pagaron por su carné, el documento nunca se entregó.
Si las directivas del fútbol no toman medidas urgentes, la violencia se apoderará de los escenarios deportivos y los verdaderos hinchas se alejarán de las canchas para proteger su vida.