El fútbol y el terror tienen una cosa en común: la capacidad de mover masas. Cuando Francia derrotó a Brasil en la final de la Copa del Mundo de 1998 el país galo explotó en una alegría sin precedentes. Mientras tanto, el planeta elogió el juego francés y su valentía de conformar una selección compuesta por jugadores de distintos orígenes y religiones. La figura de la hazaña, por ejemplo, fue Zinedine Zidane, un futbolista que a pesar de nacer en Marsella, tenía padres musulmanes nacidos en Argelia. El estadio Saint Denis, que hasta la semana pasada era recordado como el escenario donde miles de franceses celebraron aquel título mundial, hoy es un referente de la tragedia. Allí, como se ha reseñado suficientemente, tres terroristas del Estado Islámico decidieron que inmolarse en medio de un partido de fútbol era la mejor forma de rendir homenaje a Alá. París ya no fue una fiesta y los ciudadanos que colapsaron las calles hace 17 años, se escondieron en sus casas para dejar a la ciudad en medio de una tensa calma. Aunque la coyuntura opaque la historia, hay que decir que el terrorismo no nació el 11 de septiembre con Al Qaeda. Hace exactamente 95 años, los Black and Tans, la fuerza paramilitar que creó en su momento la policía británica para combatir al Irish Republican Army (IRA), demostraron que el terror no respeta filiación política y mucho menos, la víctimas que se lleva por delante. Se disputaba un encuentro entre los equipos de fútbol de Dublín y Tipperay, cuando varios miembros del Black and Tans prendieron fuego contra los cerca de diez mil asistentes al juego, de los cuales catorce murieron y 65 fueron heridos. ¿La excusa de la barbarie? acabar con integrantes de facciones nacionalistas del IRA. No hace falta explicar que el hecho, conocido como Bloody Sunday, sirvió de nada. En cambio, la fecha se convirtió en un ícono de la lucha del separatismo irlandés; una lucha que duró hasta mediados de los noventa. El clásico español ya sabe lo que es el miedo. En 2002, dos años antes de los ataques al metro de Madrid por parte de grupos yihadistas, ETA hizo explotar un coche bomba a las afueras del estadio Santiago Bernabéu y en el marco de un juego de semifinales de la Liga de Campeones de Europa entre el Real Madrid y Barcelona. Más allá de Europa África y América tampoco han escapado a las implicaciones del terrorismo en el deporte, y particularmente, en el fútbol. Los poderes de Hosni Mubarak, el dictador egipcio que cayó en 2011, no solo le permitieron gobernar su país durante décadas, sino también producir una masacre en medio de un campo de fútbol. El contexto fue la final entre los clubes Al Alhy y Al Masry a comienzos de 2012. Los primeros estaban en sintonía con las protestas del norte de África, que pedían gobiernos democráticos y Estados menos represivos. Entre tanto, a los del Al Masry, la idea les pareció descabellada y, aunque ganaron el encuentro, la emprendieron contra la hinchada visitante. El saldo: 75 muertos y más de mil heridos. Los miles de desaparecidos de la dictadura argentina no fueron suficientes para que la FIFA se negara a realizar en ese país el Mundial 1978. A muchos sí les consternó, incluso, se rumora que Johan Cruyff se negó a participar en la competición, pues sus convicciones le impedían jugar a un territorio sin un sistema democrático. También se dice que los aficionados argentinos que fueron al Estadio Monumental a ver la final del torneo, entre Argentina y Holanda, arrojaron al campo fotografías de personas desaparecidas por la dictadura de Jorge Videla. El gesto fue anecdótico. Al final, con una extraordinaria actuación de Mario Alberto Kempes, los argentinos lograron su primer mundial, pero perdieron la memoria de sus muertos. La lista de ejemplos es interminable, como son interminables las excusas de quienes usan el terror para lograr que el mundo esté en llamas. Como dice Maradona, quiéranlo o no, la pelota no se mancha.