En plena recepción de la sede administrativa de la Federación Colombiana de Fútbol está exhibida una placa conmemorativa con los nombres de los 22 jugadores y el cuerpo técnico campeón de la Copa América 2001.
Francisco Maturana, para muchos el mejor técnico en la historia de la selección Colombia, fue el encargado de liderar aquel equipo que alcanzó la gloria como anfitrión hace 23 años. El 29 de julio de 2001 quedó escrito en los libros dorados del fútbol colombiano como el día en el que la maldición llegó a su fin: la Tricolor ganó la final y se coronó campeona de América ante su público en el estadio Nemesio Camacho, El Campín, en Bogotá.
Un mar de camisetas amarillas inundó el país celebrando con júbilo inmortal un logro que hizo olvidar por algunos momentos las tragedias ocurridas como consecuencia del conflicto armado. En efecto, la ola de violencia que azotaba por ese entonces a Colombia provocó que varias selecciones, entre ellas Argentina, pensaran dos veces antes de confirmar su asistencia.
Meses antes del primer partido se produjeron atentados en el centro comercial El Tesoro en Medellín y el hotel Torre de Cali, que iba a ser sede de concentración para los integrantes del grupo C.
Esos dos acontecimientos, sumados al secuestro del vicepresidente de la Federación, Hernán Mejía Campuzano, hicieron que la Conmebol convocara una reunión urgente para definir el futuro de la Copa América. Brasil apareció como sede alternativa y el aplazamiento fue otra de las opciones; sin embargo, los dirigentes acordaron seguir adelante, pese a la preocupación de los participantes.
Canadá dejó su cupo libre para el ingreso de Costa Rica, mientras que Argentina se negó a viajar y fue reemplazada por la sorprendente Honduras, que llegó hasta semifinales. Brasil mandó un equipo sin sus grandes figuras, lo que le restó brillo a un certamen mundialmente aclamado por las estrellas que lo han disputado.
Colombia quedó sembrada en el grupo A junto con Chile, Ecuador y Venezuela. Los dirigidos por Maturana hicieron puntaje perfecto y clasificaron a cuartos de final en la primera casilla, avisando que había razones para ilusionarse.
En Armenia golearon a Perú y luego derrotaron a una selección hondureña que venía de dejar en el camino a la desconocida Brasil. Por el otro lado del cuadro, México dejó en el camino a Chile y Uruguay para instalarse en la final, que se disputó con estadio a reventar en Bogotá.
Ese 29 de julio no había una persona en la calle que no tuviera la camiseta de Colombia, y el plan favorito de las familias fue juntarse para almorzar antes de ver el partido por televisión a las 4:30 de la tarde.
El primer campanazo fue un remate al palo de Víctor Hugo Aristizábal, la figura de esa selección con el número 10 en la espalda. Los mexicanos trataron de responder con remates de media distancia, pero se encontraron con un Óscar Córdoba en pleno pico de su carrera bajo los tres palos.
Colombia siempre mandó en el partido, pero el gol se hacía esquivo hasta que Iván Ramiro Córdoba, a los 69 minutos del compromiso, y con un pase del lateral Iván López, se levantó por los aires cual cóndor andino y conectó un potente frentazo que dejó inmóvil al arquero, Óscar ‘Conejo’ Pérez.
Lo siguiente fue un tránsito bajo tormenta de nervios hacia el pitazo final, que trajo a la memoria la primera estrofa del himno nacional. Hasta ahora no hubo tanta gloria inmarcesible como ese momento para el fútbol nacional.
Dos décadas después de aquella proeza histórica, Iván Ramiro Córdoba sigue siendo recordado como el héroe que derrumbó el mito de que Colombia nunca tendría un título continental en sus vitrinas. Ese cabezazo forjó una nueva generación de hinchas que pudo ver cuando cesó la horrible noche.