Cada vez que tenía que viajar en bus a alguna vereda del Cauca para disputar un partido de fútbol, Yerry Mina se mareaba y terminaba vomitando. El zigzagueante camino le producía náuseas. Pasaba con frecuencia. Yerry sufría. “Casi siempre lo sentaba al lado mío”, recuerda su primer entrenador, Seifar Aponzá, un guacheneceño, o guachenience como dicen allá, que lleva 18 años formando futbolistas. Puede leer también: Especial Copa América 2019 En todas las veces que el accidente pasaba, previo al partido, Seifar tomaba alguna de sus camisetas y le limpiaba la boca: que tranquilo, que no era nada, que todo bien. Aunque le tocó hacer lo mismo muchas veces, Aponzá nunca lo hizo con escrúpulo o asco.
Yerry Mina (sin camisa) se ha convertido en el deportista más grande de Guachené, cada vez que ingresa a un nuevo club todo el pueblo lo adopta como su equipo y celebra sus títulos. ARCHIVO Tal vez habrán sido esos 1,94 metros desde donde pudo ver el mundo de una manera diferente, o las estropeadas trochas que interconectan a los municipios y las veredas del norte del Cauca y que hacen que el bus se tambalee y agite las cabezas de un lado a otro. En todo caso, las canchas de fútbol eran para Yerry el terreno estable donde se movía con tranquilidad. Puede leer también: Especial Copa América 2019 Aponzá siempre ha sido cercano a la familia de Yerry, sobre todo de su tío Arley Mancilla. Lo vio nacer, crecer, y a los cinco años lo vio saltar a la cancha de Guachené. Un terreno de pasto largo, que al pisarse suena el agua filtrada y parches de lodo por doquier. Allí llegan a jugar al mismo tiempo hasta 200 jóvenes, todos incómodos por el poco espacio, pero con los mismos sueños gigantes, como su ídolo Yerry. Se les nota en las caras que quieren jugar fútbol profesional. El polideportivo, como lo llaman allá, se completa con una cancha de microfútbol en cemento al aire libre, y otra cubierta, de baldosa y con una gradería. Todos los chicos que allí juegan usan los petos de la fundación Yerry Mina, que les patrocina horas y horas de juego, y les aviva las ganas de vivir por este deporte. Maria Nella, la mamá de Yerry, lo trajo cogido de la mano y se lo entregó a los formadores de allí. No pronunciaba muchas palabras, casi no sacaba de sus adentros cualquier emoción, “era gordito, tímido”, recuerda su entrenador. Cauca no sufre por falta de canchas, cada vereda tiene su lugar para jugar, par arcos y alguna seña de limitación del terreno. Es el deporte que manda en esta zona. Aunque el campo donde se formó Yerry grita auxilio. Aponzá dice que solo con la fundación no se puede sostener a tantos muchachos, que necesita un espacio decente, como lo tienen otros municipios, no un reducido campo con barro donde la pelota brinca, hace amagues, esquiva jugadores y le juega malas pasadas a los arqueros. El papel de Yerry al principio era ser arquero, como su padre Eulises, por su talla. Pero nunca hubiera logrado nada en esa posición, luego fue volante, pero de a poquitos en los partidos se iba metiendo para atrás, hasta que a regañadientes, le sugirieron ser defensa central. Cuando salía del colegio, Yerry debía irse para la casa y esperar una hora y media para el entrenamiento en el polideportivo. Así se lo exigía Eulises, su papá. Pero Yerry no obedecía. El gigante se quedaba jugando fútbol aún sabiendo que luego se tenía que ir a entrenar. Porque para salir de allá hacia las grandes ligas del mundo solo se puede si el fútbol es a toda hora. Como ese viejo comercial, “dormir fútbol, comer fútbol”, intenta parafrasear Seifar. Y cuando la indignación se le alborota saca su lado más crítico: que el fútbol es un imperio que quiere aprovecharse de los chicos de los pueblitos de los lugares más pobres del mundo, para volverlos potencias, para ganar dinero porque es una inversión. Diría Martín Caparrós “el deporte más clasista del mundo”. Y sigue Seifar con la indignación a toda máquina: “por el dinero astronómico que promete el fútbol se logra convencer a millones de jóvenes que juegan en vereditas olvidadas y les prometen que pueden llegar a los grandes clubes”, critica. Seifar dice que desafortunadamente tiene que entrar en ese juego, entonces forma un círculo y les dice a sus chicos de 15 años: “aquí hay plata, no sé de quién, pero aquí hay plata, pero para que se vea hay que pensar solo en fútbol”. Es su forma de alentarlos desde esa vil estrategia del mercadeo de jugadores. Pero no se detiene ahí, porque tiene la experiencia de Yerry viva, porque hace nueve años que vio partir a su hijo adoptado, a la gran obra de arte que ayudó a formar. “Y es tan clasista el fútbol que de todo ese dinero que se gana poco se ve en las regiones, mire esta cancha, vuelta nada”. Y para ponerle una cereza, a Seifar se le sale un discurso como si se supiera de memoria palabras de Eduardo Galeano. “¿Se ha visto las finales de la Champions? Dese cuenta que siempre los rivales son los mismos: Adidas contra Nike. Y no es mentira, revise el historial a ver si no estoy mintiendo, ¿el año pasado cómo fue? Adidas versus Adidas”, dice con histeria. Seifar se tranquiliza, y prefiere pensar en otra cosa, como cuando Yerry fue tan intenso que lo convenció de entrenar el día de navidad. - Profe, hagamos entreno mañana, dijo Yerry. - Pero mañana es 25 de diciembre, Yerry, no creo que se pueda, mañana todos los chicos quieren destapar regalos. - Profe, hagámosle, convoque a entrenar Y como si fuera un padre que ve a los ojos de su hijo pidiéndole algo con toda la insistencia aceptó. Les dijo a todos que el 25 de diciembre había entrenamiento. Que alistaran camiseta y guayos. Pero solo llegaron dos personas. Yerry y un amigo. Aunque con poco o nada de dinero, Yerry siempre se las arreglaba para llegar a sus entrenos. Se colgaba en el transporte y se iba gratis, vendía papas de su abuela para conseguir el dinero de los pasajes y poder viajar afuera de Guachené. Y hasta en un viaje a Cali tuvo la suerte de que cuando se quedó sin un peso un conductor lo reconoció como hijo de Eulises Mina y lo acercó gratis a él y a su mejor amigo Manuel, un inseparable que no iba a ninguna parte sin su compañero Yerry. Antes Guachené era una vereda de Caloto, pero hace seis años de independizó y ahora es un municipio más del Cauca, a hora y media de Cali, y se llega por una carretera adornada por árboles que forman un techo y evitan que el sol pegue tan duro, una vía por donde se ven las largas extensiones de caña, y se alcanzan a divisar las prominentes montañas de Corinto. No hay mucho, calles destapadas, uno que otro negocio fantasmal, la típica plaza central con su iglesia, y la plaza de mercado, que allá recibe el nombre de galería. Los fines de semana se cierran las calles y el olor de la comida mezclado con tufillo de caucano abunda por el municipio. Para llegar al hogar de Yerry toca caminar un buen número de cuadras, y cuando la carretera deja de tener pavimento, un pequeño grupito de casas se forma en círculo sobre el suelo de arena y piedra.
Su tío Arley Mancilla Aponzá fue el primer jugador profesional de fútbol de Guachené y también uno de sus primeros entrenadores. FOTO ROBERTO AFRICANO Solo familiares de Yerry viven ahí, todos se conocen entré sí, y al preguntar por la auténtica casa del actual defensa central del Everton todo el mundo señala a la única estructura de tres pisos del pequeño sector. Desde que Yerry es profesional, Guachené es un pueblo que se vuelve hincha del equipo que vista su hijo. Y los guacheneceños lucen por sus calles la camiseta del Pasto, un buen número se pasea con la camiseta de Independiente Santa Fe y el ‘Mina’ en la espalda; aparecen las camisetas verdes del Palmeiras y obvio, por montones, la rayada azul y roja del equipo español en donde ahora comparte con Messi y Luis Suárez. Ahora el Everton es su casa, y Guachené es azul. Aunque satisfacer los sueños de muchos niños en Guachené no es fácil. “Te voy a superar”, fue lo que le dijo Yerry a su Tío Arley Mancilla, el primer futbolista de Guachené en jugar fútbol profesional y ejemplo a seguir del defensa de la selección Colombia. Y desde esa frase no ha parado de trabajar por llegar lejos. En un torneo en Santander de Quilichao, Yerry compartió la misma camiseta con su padre Eulises. Padre e hijo en la misma cancha y jugando para el mismo equipo de vereda. Al frente estaba el veterano Iván Trujillo, un futbolista que se había paseado ya por el Cali, América, Once Caldas y Equidad. Ese fue el día en el que don Eulises Mina creyó que su hijo pisaría un estadio, uno de verdad. Dice que Yerry en ese partido impidió todo, que lo marcó con todo el ahínco, que fue una barrera, un muro de contención que no lo dejaba avanzar, ni crear, ni proponer. Ahí, con los guantes puestos debajo del arco, a Eulises se le dio esa revelación, de que más allá de la formación deportiva, su papel como padre tenía frutos. Que su hijo ya estaba grande, aunque en realidad, grande ha sido casi siempre. A los quince años hizo una prueba en Millonarios, y como no pasó se fue a Pasto donde sí aprobó. “Yerry se fue a Pasto, luego su tío Jair hizo las vueltas para que creyeran en él en Santa Fe, y ahí gano varios títulos”, dice su padre. En su primera temporada con el equipo rojo capitalino marcó tres goles y jugó 54 partidos. Recuerda Eulises que cuando Santa Fe conquistó su octava estrella Guachené era un barrio más de Bogotá, que fue como si tuviera el alma de un barrio tradicional, pero a 492 kilómetros de distancia, con calor en vez de frío. Que la gente salió con la camiseta roja y blanca, con pitos y gritos. Guachené también había sido campeón. Madre y padre están contentos por su hijo. Viajan por separado a visitarlo, una semana ella, una semana él. “Es que aunque él ya haya llegado tan lejos, sigue teniendo una actitud de niño, es un niño… y me da alegría saber que ha llegado a lugares importantes, y que me ha tocado a mí verlo, soy afortunado. Pero también me da algo al saber que Yerry no ha tenido mucha vida social… él no ha vivido muchas cosas que los chicos de su edad ya tendrían que haber vivido”. Todo Guachené estaba a la expectativa de este partido de la selección Colombia. Habían confirmado a Yerry como titular y el rival que tenían al frente era la excusa perfecta para omitir cualquier actividad y solo concentrarse ante un televisor para ver las imágenes del partido. Pero algo así nunca pasó
Jugaba descalzo, como todavía lo hacen varios de sus primos hermanos que quieren igualar la hazaña de llegar al fútbol europeo. FOTO ROBERTO AFRICANO / SEMANA Todo se apagó, nada prendía. La luz se había ido, y el desespero por ver al ídolo del pueblo salía a flote, se convertía en estrés por encontrar alguna pantalla. Seifar Aponzá tuvo que tomar un carrito pirata a todo motor para poder llegar a Caloto y pegarse a la primera pantalla donde lo dejaran ver. Muchos otros hicieron lo mismo. Otros como Manuel, el mejor amigo de Yerry, se la rebuscó conectando un portátil a una red inalámbrica de wifi con la peor señal posible, pero que a paso lento daba ideas de cómo iba la cosa. En los primeros 12 minutos una Colombia sincronizada presionaba a una Uruguay que comenzó despistada, tanto que bastaron solo dos minutos más para que un balón proveniente de un tiro de esquina hiciera que Abel Aguilar pegara un salto para cabecearlo. Un gol de cabeza contra un equipo que se ha caracterizado por defenderse y atacar muy bien en las pelotas con altura. Pero 14 minutos después Uruguay se acordó de que es buena con los cabezazos, y sobre todo para hacer daño. Un centro del uruguayo Carlos Sánchez se desvió unos centímetros y Cebolla Mosquera anotó el empate. Se fueron al descanso y en el segundo tiempo el partido se convirtió. Opciones para allá, y para acá. Contragolpes y defensas. Hasta que al minuto 72 un cabezazo puso el balón en el área y Murillo se volvió un ocho, y le dejó servido al más peligroso de los charrúas, un Luis Suarez que, como el planeta fútbol lo sabe, pocas veces perdona. En Guachené, Manuel cruzaba los dedos para que algo se pudiera ver en la pantalla. Faltaban seis minutos para terminar el partido, la grama del Metropolitano de Barranquilla parecía la cancha del polideportivo de Guachené: barro y lluvia. Y qué mejor momento para aparecer: Mina le hizo un pase profundo por derecha Cuadrado, quien la puso cerca del punto penalti para que con un salto de gigante apareciera un pedacito de la frente de Yerry. Y entonces la pelota subió y poco a poco cedió unos centímetros. Parecía que se iba pero entró. Manuel enloquecido gritaba gol pero por la imagen pixelada no pudo ver bien, no sabía quién lo había hecho, hasta que escuchó que Yerry. “¡De Yerryyy!”, gritaron él y sus amigos como un coro. Mientras eso, el defensa se levantó del suelo, embarrado, con la pantaloneta caída y se fue a una esquina a sacudir cadera, hombros y brazos. Con el rostro serio. Como un baile furioso y alegre al mismo tiempo.
Otro de sus tíos, Seifar Aponzá, recuerda que Yerry era un niño introvertido que llegó a la cancha del pueblo cuando tenía cinco años. FOTO ROBERTO AFRICANO / SEMANA La selección respiró una especie de victoria aunque fuera empate. Dos goles de cabeza, a un equipo que tiene honores en la materia, era como haber ganado. Por ese entonces Guachené se ponía más la camiseta verde del Palmeiras, pero la moda solo duraría cuatro meses más. Cuando los rumores comenzaron a salir a flote: que el Barcelona FC quería a Yerry. Y explotó una bomba mediática: sería pronto, faltaría firmar, están conversando, están negociando, están interesados y los titulares similares. Que lo compraría y con tan solo 23 años estaría cerca de pisar el Camp Nou. Barcelona guardó silencio hasta enero, cuando se oficializó. Muchos dudaban, y hasta un periodista tuvo el valor de preguntarle si no sería un arma de doble filo, al periodista lo atacaron, pero por el momento Yerry ha visto que sí era un arma de doble filo. No es fácil tener 23 años y tener que buscar un lugar en uno de los mejores equipos del mundo. Los titulares de prensa española, con argumentos, le han disparado varias pelotas al tiempo. Lo culpan de una floja defensa, se burlan de sus movimientos cuando son torpes, le recalcan las malas decisiones. Y todo lo recibe en un momento que se la pasa más sentado que jugando. “Yerry, un central no puede hacer ese tipo de giro”, le dice con voz firme su entrenador -no Marco Alexandre Saraiva da Silva, el del Everton-, sino Seifar Aponzá, con el que a veces se intercambia llamadas y lo sigue corrigiendo. Dicen que jugaba con poca regularidad en el Everton, pero ha llegado sólido a la selección Colombia. Cuando fue presentado por el Barcelona, el mundo de fútbol no habló por unos minutos de ninguna otra cosa que de los pies descalzos de Mina, del simbolismo que eso cargaba de pisar primero y sentir el césped con cada nervio antes de ponerse medias y guayos. “Con los pies en la tierra y los ojos en el cielo”, era la frase del profesor Aponzá que repetía a la hora de reunir a sus cientos de chicos de todas las edades, la mayoría encantados por jugar con los pies desnudos. Será difícil pensar en otra cosa cuando falten segundos para que Yerry pise el césped en Brasil, ese santuario que es el más importante del continente.