El interés por alimentarse de forma saludable cada vez pesa más en las intenciones de compra de los colombianos. Sin embargo, al llegar al supermercado con el plan de reemplazar el aceite de girasol por el de oliva o la leche de vaca por las vegetales, rápidamente cambian de opinión: las diferencias de precio son abismales y, si bien adquieren uno que otro producto reducido en grasas o azúcares, no pueden realizar un reemplazo completo.
Esta realidad se enfrenta ahora con la aspiración del Gobierno de fomentar la alimentación saludable vía impuestos, es decir, cobrar un gravamen de 10 por ciento al consumo de productos comestibles ultraprocesados y con alto contenido de azúcares añadidos, tal como está planteado en la reforma tributaria.
Es un hecho comprobado el impacto de la comida ultraprocesada en enfermedades no transmisibles, como la diabetes, o en trastornos nutricionales. No obstante, no es muy claro que el nuevo impuesto se convierta en un verdadero disuasor de este tipo de alimentos debido a la gran diferencia de precios entre la presentación tradicional (con azúcares y grasas) y su versión reducida o light. En un sondeo realizado por esta revista, se constató, por ejemplo, que un paquete de galletas wafer de vainilla que hoy valen 5.580 pesos en una presentación de 432 gramos subiría a 6.138 pesos, un precio aún 1.000 pesos inferior al de unas galletas de avena y miel bajas en grasa y que, además, vienen en menor cantidad.
“Las posibilidades de reemplazo de estos productos no son muchas porque no hay sustitutos más baratos, así se les pongan impuestos. Por ende, el impacto de las cantidades consumidas sería leve y la mayor sustitución se concentraría en los hogares con más recursos. Los más pobres tendrían que pagar más y continuar con los mismos productos de siempre”, explica Carlos Andrés Pérez, analista económico y consultor empresarial.
La pregunta que surge, entonces, es por qué si la comida baja en grasas y en azúcares utiliza menos de dichos insumos es más cara. “Es por un tema de escalas. El segmento saludable es aún de nicho. Si produces 1.000 toneladas de ponqué normal, te toca parar una línea, limpiar, adecuar y luego montar todo para hacer 500 kilos del reducido en azúcar. Y eso tiene costos que se ven en el precio final del producto”, explica Luis Cadena, de la consultora Objetivo y experto en temas de consumo masivo.
Otro aspecto que afecta a los llamados alimentos saludables es que suelen ser más perecederos, pues el azúcar es un preservante natural, lo que implica que su logística es más cara. A esto se suma que los ingredientes que usan, como endulzantes tipo estevia, son más onerosos, o para reducir grasas o azúcares se requieren procesos industriales adicionales. Tampoco se debe perder de vista que las empresas de alimentos ven en estos productos una oportunidad de cobrar más por el valor agregado que ofrecen y porque saben que hay consumidores dispuestos a pagar por ellos.
Pérez considera que, en caso de que se aprueben estos impuestos saludables, las compañías de alimentos tendrían un leve impacto en su rentabilidad o en su margen de producción, pues saben que no pueden subir demasiado los precios finales, dado que están en nichos muy competidos.
El mayor efecto lo sentirían las empresas de Bogotá, Medellín y el Valle, donde se encuentran los principales productores de alimentos del país.
En cuanto a los consumidores, además del factor precio, hay otros elementos que pesan a la hora de comer azúcares y grasas. Si buscan ese tipo de sabores y quieren arequipe o helados, es porque desean que sepan a dulce.
Pérez señala que el cambio hacia una alimentación saludable se logra más por una decisión del consumidor, que, además, asume su mayor disponibilidad a pagar, que por una imposición. Comenta que, en Nueva York, por ejemplo, fueron más efectivas otras medidas para cambiar los patrones de consumo, no subiendo los precios de los alimentos, sino reduciendo los volúmenes de las porciones. ¿Cuál será la estrategia que funcionará en Colombia?