Jaime García lleva 38 años con un restaurante de almuerzos ejecutivos en el occidente de Bogotá, en el que también vende desayunos y cenas. Aunque ha pasado por las duras y las maduras con su negocio, el cual le ha permitido mantener a su familia, dice que no recuerda haber vivido una situación como la actual en lo que a precios de comida se refiere.

Si bien muchas veces se ha enfrentado a la carestía de la papa o a pagar más por los productos que no están en cosecha, no le había tocado una época en la que todo estuviera caro al mismo tiempo. Tras el golpe de la pandemia, que lo obligó a cerrar su restaurante por tres meses, empezó un proceso de recuperación, que no ha podido ser completo justamente por lo cara que está la comida. Su menú, que en 2019 costaba 9.000 pesos y que viene con sopa, seco y jugo, ahora lo tiene que cobrar a 11.000 pesos.

Los precios de insumos claves como la proteína animal, el aceite y los fríjoles (un principio que debe tener disponible todos los días por su alta demanda) darían para que su ‘corrientazo’ costara más, pero Jaime no puede darse ese lujo porque está en un negocio muy competido y sus clientes son muy sensibles al precio, así que su estrategia ha consistido en variar el menú y usar los ingredientes que están más baratos; por ejemplo, si la fruta sube mucho, solo ofrece limonadas o té, en las proteínas se concentra en vísceras o callos, que sirven para dar sabor a las sopas o para algunos platos. No puede recortar en carne, ni pollo porque son indispensables en su menú, pero sí redujo la cantidad de fritos, por la carestía del aceite. Vende papa sudada (hoy no ofrece yuca, pues es el producto que más sube en la canasta familiar –103 por ciento anual a mayo–) y quienes quieran papas a la francesa deben pagar un precio adicional.

Como Jaime, los miles de empresarios que se dedican al negocio de los restaurantes han tenido que hacer malabares para mantenerse a flote, impactando su rentabilidad o reduciendo las porciones.

La inflación de alimentos en mayo llegó a 21,6 por ciento anual, siendo Sincelejo la ciudad con el dato más alto: 26,80 por ciento.

Este no es solo un fenómeno de Colombia; en Estados Unidos la inflación está en máximos de 40 años y allí, donde suelen bautizar a los distintos fenómenos económicos, a esta nueva coyuntura de los alimentos la enmarcaron en el concepto de shrinkflation. Es la combinación de las palabras encoger (shrink) e inflación (inflation) y se da cuando los tamaños de los productos se reducen, pero siguen costando lo mismo o incluso un poco más.

Como resultado, un informe de Bloomberg señala que, en Estados Unidos, en restaurantes como Subway, los wraps de pollo rostizado y los sánduches tienen menos carne; en Domino’s Pizza han reducido los pedidos de alitas deshuesadas de diez piezas a ocho y los comensales de Burger King han visto la misma reducción en sus pedidos de nuggets.

El eslabón más débil

Henrique Gómez, presidente de la Asociación Colombiana de la Industria Gastronómica (Acodres), explica que el impacto de la inflación de los alimentos (la principal responsable del alza de toda la canasta familiar) no ha sido homogéneo en el sector. En el caso de los restaurantes a manteles, en donde se ofrece una experiencia y productos de calidad prémium, es menos problemático subir los precios, pues sus clientes están dispuestos a pagar. En una cuenta de 300.000 pesos o más, 3.000 o 5.000 pesos adicionales no espantan a los comensales, pero este tipo de restaurantes son la minoría.

El grueso de esta industria está en los restaurantes que atienden a las personas de estratos 2, 3 y 4, los cuales, en su mayoría, han tenido que bajarles calidad a sus platos, recortar porciones (shrinkflation) o reducir el personal.

“Justamente, ha sido el eslabón más débil de la cadena el más afectado con esta situación, porque los dueños de los restaurantes saben que si suben mucho los precios, pierden clientes, así como si desmejoran sus platos, entonces lo único que queda es producir con menos personas”, explica Gómez y recuerda que antes de la pandemia los restaurantes empleaban a 500.000 personas en el país, ahora que han podido recuperar su actividad, los puestos de trabajo no han vuelto a ese nivel; se estima que están en unos 265.000, al tiempo que ha aumentado la informalidad laboral.

Esto implica que se redujo el número de personas con contratos de trabajo y prestaciones legales, y crecen aquellos a los que solo les pagan por el trabajo del día. “Esta situación es más dramática en los pueblos o en los restaurantes de zonas de menores ingresos, cuyos dueños saben que sus clientes no pueden pagar más y en muchos casos los ha obligado a cerrar sus puertas”, dice este dirigente gremial, quien señala que no hay cifras actualizadas sobre el tamaño del sector, pues así como se acabaron muchos con la pandemia, ahora en la reactivación también se han abierto nuevos puntos, pero el problema está en la informalidad.

Con las cifras de 2019, se sabe que de los 90.000 restaurantes que existían en ese momento, solo 17.000 eran formales.

Otra es la situación de las cadenas de restaurantes y, en particular, de las que atienden en plazoletas de comida de los centros comerciales. Estos formatos ahorran costos, pues no hay meseros que atiendan a la mesa y pueden compensar los mayores costos con volumen.

Así lo confirma Liliana Restrepo, gerente de Frisby, quien explica que decidieron no aumentar los precios de sus productos más allá del ajuste que se hace a comienzo de año, como tampoco reducir las porciones. Su apuesta ha estado en compensar los incrementos de los insumos con un mayor volumen de ventas, confiesa que también se han impactado sus márgenes, pero que esta situación los ha obligado a volverse más eficientes. Dice que más que el encarecimiento de la comida, le preocupa que se den desabastecimientos.

En los restaurantes cada vez tienen que ser más cuidadosos con sus cuentas para no perder clientes. | Foto: Getty Images

Pesa más en el bolsillo

Tanto Jaime García con su restaurante de almuerzos ejecutivos, como en Acodres, saben que el negocio de los restaurantes tiene límites que no pueden superar, porque en ese caso la gente empieza a preferir comer en su casa.

Cifras de la consultora Raddar indican que en el bolsillo de los hogares colombianos el gasto en comida fuera de casa viene subiendo: de 15,7 por ciento del total que destinan a alimentarse en abril de 2021 a 17,9 por ciento en abril de este año, ya muy cerca del dato de abril de 2019, cuando fue de 20,68 por ciento.

De hecho, comer en restaurantes, autoservicios, cafeterías o pedir comida preparada a domicilio se ha convertido en uno de los factores propulsores de la inflación, pues es un gasto que aportó un punto porcentual al Índice de Precios al Consumidor (IPC) de mayo, que se ubicó en 9,07 por ciento.

Si bien este dato muestra una leve desaceleración frente al 9,23 de abril, sigue siendo una estadística preocupante, no en balde, si se excluye a Venezuela y a Argentina, Colombia tiene la inflación de alimentos más alta de América Latina, según un informe reciente de la Cepal.

Un panorama desabrido para un sector clave en la economía y al que recurre 40 por ciento de la gente que se queda por fuera del mercado laboral, quienes encuentran su sustento en la preparación de alimentos y bebidas.