La salida de Alberto Carrasquilla del Ministerio de Hacienda era un secreto a voces que circulaba por las oficinas de gobierno desde hacía varias semanas. Todos pensaban que se produciría a través de una renuncia formal, después del 20 de junio, luego de lograr la aprobación de su tercera reforma tributaria en esta administración. Nadie esperaba que fuera la medida para apaciguar las jornadas de protesta más violentas que ha vivido el país en los últimos años, convocadas a fin de rechazar la tributaria.
Pese a que el domingo 2 de mayo el presidente Iván Duque anunció su decisión de retirar el proyecto que provocó todo el alboroto y el lunes aceptó la renuncia de Carrasquilla, el daño ya estaba hecho. Los anuncios del Gobierno para frenar la violencia, evitar mayores pérdidas de vidas y contener los costosos daños económicos que dejaban cinco días de marchas no fueron suficientes a fin de calmar las aguas.
La reforma se había convertido en un símbolo para sacar a las calles a miles de colombianos enfurecidos por los nuevos impuestos que se anunciaban. Y, sobre todo, para desfogar el descontento con la situación económica, social y de salud que enfrentan.
Aunque el símbolo que originó los reclamos se retiró y su autor salió del Gobierno, los ánimos no se han calmado aún, y muchos siguen preguntándose por qué el Ejecutivo no anticipó que este no era el momento de esa reforma.
¿Qué falló? ¿Qué errores se cometieron? ¿Cómo uno de los economistas más prestigiosos del país terminó arrollado por la turba enardecida que pedía su cabeza? Para comenzar, es preciso decir que los ministros de Hacienda no son exactamente los funcionarios más populares. Ni en este ni en ningún Gobierno del mundo. Su principal función es conseguir más recursos, ya sea de impuestos o de otras fuentes, y vigilar el gasto, incluso haciendo recortes si fuera necesario. Esto no los hace particularmente simpáticos entre los ciudadanos.
Sin embargo, desde que Carrasquilla se posesionó en su cargo en agosto de 2018, el deterioro de su imagen solo fue aumentando. A su llegada, los partidos de oposición lo recibieron con cuestionamientos por su participación, una década atrás, en un controvertido negocio para que alcaldes y gobernadores invirtieran en acueductos y alcantarillados a través de los denominados ‘bonos de agua’. Pero este mecanismo dejó endeudadas a muchas regiones, no necesariamente por culpa de Carrasquilla, quien fue el estructurador, sino en muchos casos por la inadecuada gestión de los mandatarios locales.
La impopularidad del ministro fue creciendo a lo largo de su gestión, en parte, porque tuvo la dura tarea de promover las reformas tributarias de los dos primeros años de gobierno. Para la tercera tributaria, que comenzó a ambientarse a finales del año pasado, era previsible que no mejoraría su imagen.
No obstante, la chispa que detonó el descontento social contra la reforma fue un cálculo, durante una entrevista con SEMANA: afirmó que la docena de huevos costaba 1.800 pesos. Aun cuando Carrasquilla advirtió previamente en la entrevista que no sabía con exactitud los precios de los productos de la canasta familiar, muchos colombianos se sintieron indignados, pues su reforma impactaría con el IVA el precio de los huevos y de otros productos de la canasta básica.
Ese comentario engendró una verdadera ‘revolución de los huevos’, aprovechada políticamente por los contradictores del Gobierno y por los sindicatos que venían promoviendo un paro desde antes de este episodio. La convocatoria lucía lánguida por los temores que entre la población provocaban las aglomeraciones.
Pero ese no fue el único descache en el trámite de la tercera reforma tributaria de Carrasquilla en la era Duque. Entre los líderes gremiales, empresariales y políticos, hay consenso en que se cometieron varios errores tanto en la estrategia como en la comunicación del proyecto. Uno de los más protuberantes es que el exministro y su equipo no supieron leer el momento económico, político y social del país.
Ni la caída de la economía en 6,8 por ciento el año pasado, un desempleo que por varios meses estuvo por encima del 15 por ciento, el aumento de la pobreza hasta el 42,5 por ciento ni mucho menos el cierre de miles de negocios, especialmente microempresas y unipersonales, lograron persuadir al equipo de Hacienda de que este no era la época para plantear una reforma enorme. Iba inicialmente por 30 billones de pesos. En distintos foros económicos y reuniones con gremios y políticos, Carrasquilla y su equipo escucharon la misma expresión de sorpresa por el tamaño del proyecto: tres veces el que tuvo la última reforma tributaria de este Gobierno, aprobada en diciembre de 2019.
El mayor inconveniente es que de esa cifra esperaban unos 16,8 billones de las personas naturales y los asalariados. Cerca de 10,5 billones más los recogerían ampliando el cobro del IVA a otros productos de la canasta, los servicios públicos e incluso la gasolina. Y tan solo otros 3 billones vendrían de las empresas. Es decir que el mayor esfuerzo saldría del bolsillo de los colombianos. Esto causó alarma y fue utilizado por los promotores de la marcha para encender la chispa de la protesta.
Tampoco escucharon a quienes levantaron las cejas con preocupación apenas conocieron el ambicioso proyecto. Pensando más con el deseo, el equipo de Hacienda esperaba que su iniciativa recibiera todos los aplausos. Por eso se molestaban cuando se los cuestionaba sobre si la reforma tenía un componente de zanahoria y garrote. Insistían, entonces, en señalar que, aunque las fuentes de ingresos podrían generar cierto escozor, si los colombianos entendían bien cómo se usarían esos recursos en beneficio de las familias más pobres y necesitadas del país, el proyecto tendría mayor acogida.
Pero no fue así. No tuvieron en cuenta que al momento de pagar impuestos el individualismo prima sobre la solidaridad de las personas. Cada quien evalúa el nivel de riesgos, y decide con quién y para qué causas quiere ser ‘generoso’. Y el pago de mayores impuestos no resultó ser una de ellas.
Estas críticas salieron a flote en las reuniones sostenidas por los integrantes del equipo de Hacienda con distintos grupos de interés. Varios congresistas, incluidos los de partidos que acompañaron al Gobierno en la aprobación de otros proyectos, se quejaron con frecuencia de que la reforma tenía varios adefesios que había que corregir. Pero nadie quiso escuchar.
Tampoco tuvo mayor atención inicial la propuesta de la Andi, que, previendo que la discusión de una tributaria tan ambiciosa podría salirse de cauce, lanzó un salvavidas que ponía el recaudo de impuestos a cargo de los empresarios, aun cuando recogería solo la mitad.
Todos daban por sentado que la reforma, aunque peluqueada, podría aprobarse. Incluso, algunos políticos mantuvieron prudente silencio para no alborotar el avispero y perder votantes.
Carrasquilla había hecho un concienzudo análisis del tamaño de los recursos que necesitaba el país para enfrentar los desafíos económicos venideros; calculó en sus cuentas el déficit fiscal, que se disparó el año pasado para atender los mayores gastos sociales y de salud, y a este le sumó las necesidades de extender este año los subsidios al empleo y a las familias más necesitadas. Sus cuentas fueron puramente técnicas.
Por eso mantuvo en reserva durante varias semanas el articulado de la reforma, y solo la socializó al momento de radicarla ante el Congreso. Al fin y al cabo, buscaba fundamentarla en el prestigio técnico del que goza tanto en el país como en el exterior. Pero no calculó el impacto social, que terminó costándole el puesto. Al final se confirmó que una cosa son las cuentas basadas en los supuestos técnicos y soportadas en los libros de texto, y otra es la realidad de un país que enfrenta el aumento de la pobreza, la pérdida de ingresos y empleos, y la incertidumbre sobre el futuro.
El ánimo de los colombianos, contenido como en una olla a presión, explotó por la tributaria. Paradójicamente, esa es la única puerta que le permitirá al país encontrar la salida a la crisis económica.