Los últimos gobiernos han intentado dejar su impronta en diferentes sectores económicos. Álvaro Uribe hizo su apuesta por la confianza inversionista e Iván Duque se concentró en la economía naranja. Ahora, el presidente Gustavo Petro centrará sus esfuerzos en la economía popular, un concepto aún no muy claro.
En términos generales, se presume que la economía popular se refiere a las actividades que se desarrollan fuera del sector formal y que son llevadas a cabo por microempresarios y trabajadores por cuenta propia que buscan sostenerse a sí mismos y a sus familias. Esto incluiría desde ventas ambulantes, la tienda de barrio o la pequeña fábrica de alimentos hasta quienes se dedican al servicio doméstico o son jornaleros en el campo. Allí se concentran más del 90 por ciento de los colombianos que pertenecen a los tres primeros deciles de ingresos, es decir, quienes hoy devengan entre 300.000 y 500.000 pesos al mes.
En el Ministerio de Comercio, Industria y Turismo (MinCIT), que es desde donde ejecutarán la mayoría de políticas para atender a la economía popular, explican que esta se refiere a los oficios u ocupaciones mercantiles (producción, distribución y comercialización de bienes y servicios) y no mercantiles (domésticas o comunitarias) desarrolladas por unidades económicas de baja escala (personales, familiares, micronegocios o mipymes).
Los actores de la economía popular pueden realizar sus actividades de manera individual o colectiva por medio de asociaciones o cooperativas, pero desde el MinCIT aclaran que sus esfuerzos estarán enfocados en unidades productivas que han alcanzado cierto nivel de desarrollo y que no estén siendo atendidas por otras agencias estatales como el Departamento para la Prosperidad Social.
El primer paso para atender a quienes viven de la economía popular será identificarlos, y para eso se propone en el proyecto del Plan Nacional de Desarrollo crear sistemas estadísticos para este sector y el Consejo Nacional de la Economía Popular, que coordinaría las acciones interinstitucionales en este frente.
Se estima que hasta febrero pasado, las microempresas componían el 95,9 por ciento del tejido empresarial colombiano. Asimismo, la Encuesta de Micronegocios del Dane indica que al cierre de 2022 había 5,37 millones de estas unidades productivas y hasta 2021 el 77,3 por ciento de ellas no contaba con el Registro Único Tributario (RUT); 88,6 por ciento no tenía registro de Cámara de Comercio y 63,85 por ciento no llevaba ningún tipo de registro contable.
Desde el MinCIT también señalan que la meta no es formalizar a todos los micronegocios para que cubran la seguridad social de sus empleados o se registren en las cámaras de comercio, sino buscar su crecimiento empresarial, más que el ‘cumplimiento de requisitos documentales’. “Para el Gobierno del cambio es necesario que las empresas cuenten con las capacidades necesarias para que sean más productivas y crezcan, y a partir de allí, avancen en su proceso de formalización”, explican en el ministerio.
En su concepto, las empresas decidirán formalizarse solo si perciben que la relación beneficio-costo de la formalidad es positiva, por lo cual se enfocarán en desarrollar programas para el cierre de brechas tecnológicas y el fortalecimiento de los micronegocios.
Definición clara
Dado que en el enfoque gubernamental en economía popular es original de Colombia, pues como concepto no se maneja en la ortodoxia económica, desde la academia aplauden que se atienda a ese grupo de la población, que es mayoritario y que, tradicionalmente, ha sido excluido de las políticas de fomento empresarial, pero piden que se aclare bien quiénes pertenecen a la economía popular.
“En las bases del Plan de Desarrollo se define la economía popular como la de pequeña escala, en esencia micronegocios, que el Dane define como negocios de hasta nueve empleados. Esa definición transparente debe quedar en la Ley del Plan para guiar la focalización desde la ley”, dice Marcela Eslava, decana de Economía de la Universidad de los Andes. Según sus cálculos, la economía popular cubre al 70 por ciento de los trabajadores del país y, por eso, celebra que sea foco de atención del Gobierno, pero insiste en que la clave estará en aclarar los objetivos que se persiguen y que las políticas focalizadas a la economía popular sean consistentes con esos objetivos.
“Una cosa es focalizar con programas que eventualmente permitan a quienes hoy están en ese grupo vincularse a proyectos productivos que les generen satisfacción y otra hacerlo con programas que terminen perpetuando las actuales condiciones de la economía popular”, señala. El problema es que la mayoría de las unidades productivas de este grupo son de baja productividad. No fueron elegidas como proyecto de vida, sino por necesidad, para sobrevivir. Por ello, la economía popular hoy ofrece niveles de ingreso bajos y en condiciones informales.
Eslava añade que para superar esa vulnerabilidad es necesario diferenciar los segmentos más productivos de la economía popular, que podrían hacer el tránsito a una mayor sofisticación y formalidad de sus actividades y aumentar su escala, de los menos productivos y en general más pequeños o de trabajadores por cuenta propia, cuyas capacidades podrían mejoran, pero no tendrían un cambio sustancial. “Es el caso de una persona que genera muy bajos ingresos cosiendo en su casa a la que se le enseñan mejores técnicas o se le financia acceso a una mejor máquina. El resultado sería una mejora marginal sobre una situación ya precaria, pero no un cambio transformacional para su proyecto de vida, que le permita superar una situación que en general es de pobreza”, precisa.
Andrés Vargas Pérez, director del Departamento de Economía de la Universidad del Norte, piensa que con el impulso a la economía popular se pretende superar la dicotomía de lo formal vs. lo informal, al reconocer el peso de estas actividades en la economía en general. “Hay que entender este mundo en su propia lógica, por ejemplo, que tienen barreras para acceder al crédito, que financian su capital de trabajo con el ‘gota a gota’ o que no pueden pagar el salario mínimo completo a sus empleados, y eso no significa que sea promoción de la informalidad”, advierte y subraya que el lado positivo de esta política es que invita a buscar soluciones para este segmento de la población que no está dentro de las lógicas convencionales que siempre se usan al diseñar, por ejemplo, los programas de acceso al crédito o de productividad.
Precisamente, esta semana el Gobierno lanzó dos programas para atender a la economía popular. El primero es una estrategia de inclusión crediticia, que bautizó Creo, y que consiste en financiar a las unidades productivas de baja escala, tradicionalmente desatendidas por el sector financiero. Al cierre del año pasado, uno de cada cuatro micronegocios que solicitó un crédito lo hizo mediante el ‘gota a gota’ y es un número que ha venido creciendo desde la pandemia. La meta es poner un millón de créditos con Creo durante el cuatrienio.
El segundo programa son los Centros de Reindustrialización Zasca, el primero de los cuales fue inaugurado en la localidad de Ciudad Bolívar, en Bogotá. Su objetivo es potenciar las mipymes de la economía popular. Esta iniciativa está a cargo del MinCIT y de iNNpulsa Colombia, y la meta es tener 120 centros en los 32 departamentos del país al finalizar los cuatro años de Gobierno.
En las bases del Plan de Desarrollo que se discute en el Congreso se establece la meta de permitir que los ingresos de las personas que viven de la economía popular en el país logren crecer 6 por ciento al final del mandato de Gustavo Petro, una meta loable, que ojalá no se desvíe de su camino.