La presentación de la reforma tributaria fue la chispa que reactivó un importante movimiento social que tiene al país en vilo: la de aquellos jóvenes que se sienten por fuera de todo, la de quienes creen que sobran. Muchas organizaciones convergen allí, pero, como ya ha sucedido en otras ocasiones, son los jóvenes los que se han puesto la camiseta.
Sin importar los riesgos derivados de la pandemia o los abusos a los que se han visto expuestos por la fuerza pública y otros actores que han cobrado la vida de varios de ellos, sus voces siguen escuchándose en las principales calles del país.
Si bien la reforma tributaria fue retirada y el ministro Alberto Carrasquilla renunció, las razones de las manifestaciones y el descontento son más profundas. Es claro que su insatisfacción no es infundada, como lo han querido ver algunos sectores, y no se puede minimizar.
La que en muchos casos ha sido llamada generación de cristal se ha mantenido firme en las calles, y, aunque se han presentado casos de violencia, los que marchan pacíficamente son muchos más.
Pero este no es un fenómeno nuevo. Desde el siglo XX, los movimientos estudiantiles en Colombia siempre han aportado su cuota de transformación y cambio. Se destacan iniciativas estudiantiles como el movimiento de la Séptima Papeleta, antesala de la Asamblea Nacional Constituyente que redactó la Constitución de 1991.
Recientemente, desde finales de 2019, en toda Latinoamérica explotaron grandes protestas. En Colombia, Ecuador y Chile, los jóvenes se hicieron sentir. Aun cuando la covid-19 les puso un freno, es evidente que algo no anda bien, y los Gobiernos tienen que atender.
Si bien la pandemia ha golpeado a todas las personas, y los jóvenes no son los que más tienen riesgo de mortalidad por el virus, sí han pagado un precio muy alto. Tuvieron que pausar sus vidas y aislarse en una edad en la que las interacciones sociales son fundamentales. Quienes tienen la oportunidad de estudiar lo hacen frente a una pantalla.
Muchos de los que contaban con un empleo lo perdieron, y, para rematar, son los últimos en la fila de vacunación. La desazón y el pesimismo están a la orden del día, sienten que no hay un futuro que responda a sus expectativas. Y las cifras son contundentes.
Según el Dane, la tasa de desempleo de los jóvenes de entre 14 y 28 años se ubicó en 23,5 por ciento, y, para el caso de las mujeres de este segmento de la población, la cifra escala hasta 31,3 por ciento.La situación es más complicada para aquellos que no pudieron ingresar a la educación superior. En el país hay cerca de 3,5 millones de jóvenes que ni estudian ni trabajan –mal llamados ninis–, y en ciudades como Bogotá esta población se ha duplicado en tan solo un año.
Si bien la pandemia deterioró bastante las cifras, cabe destacar que esta es una problemática que no empezó ahora. Desde hace varios años, y pese a que la economía venía creciendo, el mercado laboral se ha mostrado incapaz de absorber a los nuevos talentos.
La situación obedece a un problema estructural bastante complejo. En primer lugar, el sistema educativo les ha fallado a los jóvenes, que cada vez tienen más expectativas: no hay pertinencia entre los programas y las oportunidades de trabajo en un mundo de cambio tecnológico vertiginoso.Esta generación pide más que los jóvenes de hace dos o tres décadas, cuando el bachillerato y un trabajo estable eran suficientes.
Muchos de los que están en las calles se han endeudado para estudiar, pagaron altas sumas de dinero a instituciones de educación superior y, al final del día, sienten que no hay futuro.
Por eso suena paradójico que, aunque en los últimos 20 años hubo avances muy importantes en materia de educación y superación de la pobreza, la insatisfacción sigue aumentando. ¿Por qué?
El exministro Juan Carlos Echeverry, quien ha estudiado el tema de cerca, señala que en el país se presenta un fenómeno al que ha denominado “el ahuecado embudo de la educación”, y se explica de la siguiente manera: de un promedio total de 755.000 colombianos que ingresan al sistema educativo, cerca de 114.000 se quedan solo con la primaria; 124.000 cursan solo hasta noveno grado; 16.000, hasta grado once, pero sin graduarse; y 307.000 logran ser bachilleres, pero nada más.
La tragedia es que en la educación superior el embudo se estrecha más: cerca de 88.000 desertan de las instituciones de educación superior. Es decir que al final, de los 755.000 que entraron al sistema, solo 106.000 se convierten en profesionales. Pero el problema no termina allí, pues solo 85.000 de los graduados consiguen emplearse.
Esa es la bomba de tiempo sobre la que está parado el país. El análisis de Echeverry explica, en buena proporción, la difícil situación de la juventud en Colombia. El exministro señala que hay un grave problema estructural: las empresas no están demandando a los profesionales que prepara el sistema educativo. Esto ocurre principalmente por dos razones.
Primero, porque no hay una economía con buena tracción. Segundo, porque las universidades siguen con un modelo educativo en el que los jóvenes ven una gran cantidad de temas que les sirven muy poco: aterrizan en el mercado laboral con un cartón, pero sin herramientas específicas para defenderse.
En consecuencia, muchos profesionales de distintas áreas, cuyas familias o ellos mismos invirtieron durante cinco años varios millones de pesos en una universidad, terminaron sin esperanzas y, por necesidad, haciendo trabajos para los cuales no se prepararon, como en un call center. El problema no es trabajar en un call center, pues ofrece oportunidades realmente buenas. El asunto es pertinencia: no hay correspondencia entre la vocación de un joven, su esfuerzo por estudiar y las oportunidades laborales reales.
Muchos sienten que pasaron una gran cantidad de tiempo viendo materias mal dictadas y que no les brindan nada para su vida profesional. “El sistema educativo falló”, comenta Echeverry.
¿Qué hacer? En los últimos años, se han buscado salidas, y las anteriores protestas significaron un avance, dado que el movimiento estudiantil se organizó y ha ganado representatividad. Eso ha permitido acuerdos. Pero el problema es más grave.
Juan Sebastián Arango, consejero para la juventud, indicó que el Gobierno seguirá yendo a las regiones para recoger todas las inquietudes de los jóvenes y obtener insumos a fin de desarrollar planes de acción focalizados.
Por otro lado, aunque el anuncio de la matrícula cero para los estratos 1, 2 y 3 es un paso importante y bienintencionado por parte del Gobierno, no solo se trata de girar más recursos, pues en la medida en que el sistema educativo no abandone el mismo modelo de hace 60 años es muy poco lo que se soluciona.
El sistema educativo debe ser reformado para que brinde herramientas que impidan que los jóvenes naufraguen en la tarea de conseguir un trabajo estable, bien remunerado y que responda a sus expectativas profesionales.
También es necesario crear un ecosistema amigable al emprendimiento, que facilite la creación de empresas en el país. Por fortuna, cada vez son más los jóvenes que se atreven a emprender, pero no hay que dejarlos solos.
Si la educación no se ajusta, los jóvenes seguirán preparándose para que se les cierren las puertas. Esa es la queja de la famosa canción El baile de los que sobran. Llegó la hora de saldar esa deuda.