Cada vez me sorprendo más de cómo el apego hace parte de nuestra cotidianidad. No soportamos que nos cambien las cosas o perder el control de lo que nos rodea.

Hace unos días escuché una conversación entre dos personajes en un ascensor de edificio de oficinas. “Yo no tengo apegos”, decía enfurecido, “yo trabajo para que las cosas se hagan bien y se logren. ¿Será tan difícil que la gente haga bien las cosas?, ¿cómo le van a dar ese puesto a esa señora que no lleva ni dos años?”.

Su colega, de esos sabios que son jóvenes, pero almas mayores, que tienen demasiado conocimiento antes de los 40, no le creyó nada de lo que decía. Lo miró y le preguntó por qué estaba tan molesto. A nuestro protagonista de la historia no lo habían promocionado como él esperaba. Él daba por hecho, o su ego daba por hecho, que merecía este cambio y que se lo iban a dar porque ya era el tiempo.

Él se aferró a la idea de tener una oficina más grande, de ganar más dinero (ya había planeado las vacaciones de diciembre) y de tener mayor visibilidad ante los grandes jefes. Estaba realmente molesto y no quería escuchar razones; para él era una injusticia. Confieso que subí cuatro pisos más de mi parada para escuchar un poco más.

Se quedaron un momento en silencio. El sabio colega le dijo que sentía que era un tema de apegos, insistió en que estaba apegado al concepto del éxito, al reconocimiento por el cambio, a verse más grande y a que los demás pensaran bien de él.

Creo que no era el momento para tal nivel de coaching profundo y espiritual, y tal vez por eso el personaje frustrado de esta historia solo dijo una mala palabra mirando hacia el piso. La verdad, creo, no escuchó a su amigo; para él, su realidad era que él no era el elegido, que el jefe estaba equivocado, que la nueva mujer no se lo merecía y que su amigo estaba drogándose para darle tal nivel de retroalimentación.

Cuando se bajaron me dieron ganas de pasarles una tarjeta a los dos. Pero, en realidad, no tengo tarjetas y no debí escucharlos, así que solo sonreí, pero ni lo notaron porque el tapabocas no permite mostrar a veces mi sonrisa de coach amigable y positivo en los ascensores.

Eso sí, me quedé pensando en la conversación. En quién estaba equivocado en esta historia. ¿Sabía acaso este frustrado ejecutivo cuáles eran sus apegos? Tal vez ni siquiera entendía qué era un apego. Consideramos que eso es algo no tan saludable, pero no le damos importancia porque al final normalizamos nuestros comportamientos. Es decir, es normal querer ganar siempre, no entender razones diferentes a las propias porque estamos convencidos de una falsa humildad que claramente no entiende los apegos y el discurso del éxito.

El éxito para cada uno puede tener una definición muy diferente. Tal vez todos tengan razón porque cada uno ve las cosas desde sus propias creencias. Pero si hay algo claro: la sociedad nos impone o, mejor, nos invita de manera recurrente a definir el éxito desde una visión del tener. Y eso está mandado a recoger por aquellos que de verdad quieran entender su propósito y soltar el control.

Si nuestro ejecutivo víctima (según él) no hubiera tenido apegos, hubiera dejado fluir la situación y seguramente hubiera podido entender mejor que no era su momento. Pero lo consideró injusto, encontró culpables, se enfureció y seguramente su actitud no iba a ser igual con sus jefes después de esta experiencia.

Es muy importante para un buen mánager entender el mundo desde una visión desapegada. De esta forma va a ver más fácilmente el brillo de otros y no solo el propio. Un líder que inspire no busca solo su propio beneficio; de hecho, muchas veces tendrá que quedarse sentado y observar. Eso para el ego cuesta, y una buena forma de lograrlo es entendiendo tus apegos.

Entregar el poder a algo o a alguien para que te domine y se apodere de tu mente es un suicidio psicológico (Walter Riso)