En mi visión, el crédito es como una máquina del tiempo. Me atrevo a pedir prestado a mi versión del futuro para darles vida a proyectos significativos en el presente. La esencia de este enfoque reside en la firme convicción de que el porvenir será superior al presente; en una década, se anticipa un salario mejorado, un negocio más próspero y un crecimiento económico para el país.
Sin embargo, en ocasiones, la administración actual o el gobierno en turno han optado por posponer los problemas para la próxima gestión. Este proceso contribuye a la creación del ciclo económico, con fases de expansión seguidas de recesión.
La ausencia de productividad real o creación de valor conlleva consecuencias. Desde 2009, el mundo ha venido postergando el problema de la productividad para la próxima década. Aquellos que no han generado valor ahora enfrentan un saldo pendiente de pago a corto plazo. Con tasas de interés de largo plazo en Estados Unidos alcanzando el 5 %, se podría decir que ha llegado la factura, pero también el punto de quiebre que da origen a una nueva economía.
Es crucial comprender que el capital se crea a partir de la transformación de la energía, la materia o la información; este es el núcleo de cualquier proceso productivo. El crédito, por otro lado, no genera capital, simplemente traslada nuestras posibilidades futuras al presente sin una transformación real.
Desde 2020, estamos siendo testigos de una verdadera transformación en las cadenas de valor a nivel mundial, así como del impacto de la inteligencia artificial en los procesos manufactureros, la biotecnología e incluso en nuestra propia comprensión de la materia y la energía. Estamos inmersos en una revolución tecnológica comparable a la era de la industria petroquímica y los automóviles entre 1930 y 1970, o la revolución tecnológica de las computadoras personales y el inicio de internet desde 1980-2001.
Nos encontramos en un momento en el que una era está a punto de concluir y otra está a punto de comenzar su adolescencia.