Cuando David Bushnell escribió el libro “Colombia, una nación a pesar de sí misma” creo que nunca pensó que ese título fuera a encajar tanto para describir a nuestro país.
Muchos azotes y plagas nos han atacado. Una muy grave y contundente, sin duda, ha sido el narcotráfico que definitivamente permeó todos los rincones de nuestra nación. La cultura del dinero fácil se tomó al país hace rato, bajo la premisa de que cualquiera asumiendo un riesgo y haciendo algo ilegal podía tener mucho dinero y las mujeres más bonitas. Esto sucedió en todos los sectores, en todos los estratos, en lo privado y en lo público.
Hoy en día, aunque el narcotráfico sigue vigente y pujante, tenemos un mayor flagelo que sí está acabando y corroyendo absolutamente todo: la aceptación de la ilegalidad como forma de vida y de cotidianidad. Por todas partes se ve y se siente. La sociedad lo acepta. Cuando alguien habla de principios y de moral le dicen prehistórico y retrógrado.
Le oí el otro día a alguien decir que cuando aceptamos que por una emergencia el gobierno pueda infringir la ley, este buscará crear emergencias para seguirlo haciendo, se vuelve costumbre el ilícito, y al poco tiempo la sociedad lo acepta. Hasta ha habido oportunidades en que terminan convirtiendo el ilícito en ley.
Me acuerdo de que hace muchos años, cuando trabajaba en la bolsa, en los años 90, los corredores no podíamos hacer posición propia; solo podíamos operar bajo el contrato de comisión, pues algunos colegas en contra de la ley empezaron a hacerlo. Aunque hubo algunas sanciones, al final, terminaron aprobando hacerlo. Así acabaron todo el concepto de asesoría. Ahí empezó a mi modo de ver la debacle de nuestro mercado de capitales.
Hoy en la cotidianidad vemos muchísimas actuaciones que están mal, en contra de las leyes y que las permitimos como sociedad. Estas solo terminan permeando la moral de las personas. Cada vez estamos más sumidos dentro de nuestro propio fango.
Cuando vamos a elegir a un alcalde o gobernador decimos sin medir nuestras palabras, “votemos por este, que roba pero hace obras, roba menos que el resto”. La verdad suena feo. Sabemos que es corrupto, pero trabaja.
Cuando se creó Transmilenio hace muchos años nunca pensamos que llegaríamos a que todas las estaciones estén sin puertas, que haya más de 300.000 colados diariamente, y que tanto la administración distrital como la ciudadanía convivan con eso de manera normal. Los bogotanos nos acostumbramos a que nos roben mil millones de pesos diariamente.
Antes los cierres de vías y las manifestaciones violentas se reprimían. Hoy son el pan de cada día. El que quiera cierra la vía más importante del país, atraca a la población, quema carros y acá no pasa nada; si acaso desde el gobierno nacional mandan a alguien de mediador a ver las razones por las cuales sintió la necesidad de hacer lo que hizo.
Ahora lo peor: roban descaradamente al Estado, en contratos, no hacen las obras que les contratan, etc. Al final, cuando son capturados y van a ser imputados, piden principio de oportunidad, ser sapos y culpar a más personas; les rebajan las penas y no devuelven la plata que se robaron. Así todos los bandidos están felices.
Y que decir ahora que los bandidos se convierten en gestores de paz y que el gobierno quiera dar salario a los bandidos para que dejen de delinquir. Mejor dicho, estamos en el mundo donde ser pillo paga y no nos importa. O empezamos a decir lo que está bien o mal o como nación nos hundimos.