Contra todos los pronósticos, la llamada “aplanadora legislativa” del gobierno Petro ha empezado a mostrar defectos de fábrica y de funcionamiento. A pesar de que se mostraba muy poderosa e imparable, ha sufrido pequeños y convenientes pinchazos en los últimos días.
La improvisación errática en prácticamente todos los frentes, la estrepitosa caída en los índices de popularidad de Petro y el inicio de las campañas políticas para elegir a las autoridades regionales, han hecho que el mesianismo de hace unos días se convierta, de repente, en profundas reflexiones parlamentarias sobre el futuro del país que, de fondo, esconden la preocupación por el costo político que pueden estar asumiendo por haberle girado un cheque en blanco a un gobernante imprudente y fanático.
De la aprobación en comisiones, a pupitrazo limpio y a ojo cerrado del proyecto de reforma tributaria que auguraba un inatajable desastre, hemos pasado a un sinuoso camino legislativo que hace resurgir la esperanza en todos aquellos que creemos que las ambiciones fiscales de Petro pueden destrozar, en cuestión de meses, la estabilidad económica, el patrimonio y el bienestar de todos los colombianos, no solo de los más “ricos”.
Ese asombroso, pero totalmente justificado, el cambio en los respaldos políticos con los que contaba el Gobierno que ha obligado a replantear muchos de los “inamovibles” y de las “líneas rojas” que se habían trazado los congresistas progresistas. Hoy, todos, incluso algunos de los faros filosóficos de la izquierda, son conscientes de que la reforma no pasará suavemente y saldrá bastante peluqueada de las plenarias en Cámara y Senado.
Conscientes de esa realidad, Petro y el ministro Ocampo han empezado a ceder en sus pretensiones e intentan tirarle algunas migajas a la oposición y a sus propias bancadas para que su paquete tributario no termine en lo que siempre terminan las reformas fiscales, en una reformita que engrose nuestro ya muy tortuoso sistema tributario.
En este caso optaron por retirar la propuesta históricamente fallida de imponer impuesto de renta a las pensiones. Creen que mostrándose “bondadosos” es posible que se aprueben los monstruos alcabaleros más tenebrosos de nuestra historia. Están convencidos de que, concediendo esa pequeña gabela, podrán calmar la tormenta y las preocupaciones de sus propias filas.
Pues se equivocan. Son muchos los estropicios que deben eliminarse para que esa reforma pueda sobrevivir. Lejos de acallar las voces disidentes, los reparos crecen. La gente empieza a comprender que los llamados “impuestos verdes”, son en realidad suicidios sociales. Es claro que acabar con la industria carbonera, petrolera y gasífera, a punta de impuestos, lo único que logrará es que en unos pocos meses perdamos nuestra soberanía energética, para pasar a depender de los inestables vecinos y de los vaivenes de los mercados internacionales a los que poco interesa el discurso pseudo ambientalista de Petro.
El equipo económico del Gobierno, con su decisión de renunciar a gravar las pensiones, creyendo que arroja migajas, en realidad está abriendo un gran boquete por el que pasarán, para hundirse, varias de las propuestas fiscales con las que aspiraba a financiar sus incumplibles promesas populistas.
Algunos expertos creen que en el mejor de los casos se aprobará una reforma tributaria que colectará una cifra cercana a los 10 billones de pesos, sin embargo, el recaudo, fruto del miedo y la desconfianza de los contribuyentes, descenderá indefectiblemente. Esa reformita, si pasa, antes que sumar, restará y mucho. Lo sensato, aunque poca sensatez exista, sería retirar el proyecto y tratar de soportar calmadamente el tormentoso 2023 que se avecina.