¿Recuerdas cuando nuestros antepasados confiaron por primera vez en los dioses? El oro, con su brillo etéreo, se convirtió en la ofrenda perfecta. Su indestructibilidad, maleabilidad y rareza lo ubicaron como la definición de las cualidades divinas.
Además de ser una encarnación de lo divino, el oro fue una expresión de nuestra veneración por lo celestial. Incluso, los símbolos terrestres de poder, como los emperadores o los reyes, encontraban su divisa en metales como el oro, la plata o el cobre.
La confianza se trasladó a las construcciones del Estado, manifestándose en el papel tangible que establecía las leyes de nuestro contrato social. Había llegado la era del dinero fiduciario. A medida que se ampliaban las fronteras y crecía la conectividad global, la confianza trascendía las geografías. Ya no se trataba solo de las naciones; las instituciones bancarias mundiales fueron los nuevos custodios de nuestra fe.
Por desgracia, hoy parece que estos custodios se tambalean con indicadores como el índice de referencia del sector bancario (KBW), el cual se ha desplomado un 25 % en lo que va de año. Esto, sin contar que entidades venerables, como Credit Suisse, han pasado a la historia.
En la era digital, las comunidades ya no están unidas por la sangre o la tierra, sino por las intrincadas secuencias de un algoritmo. Se trata de un nuevo paradigma en el que la confianza pasa de las deidades a los monarcas; luego, a los Estados, los bancos; ahora, se transfiere a nebulosos reinos del universo digital.
Bitcoin ejemplifica este cambio tectónico. Aquí, depositamos nuestra confianza, no en una institución o un individuo, sino en una entidad anónima, un manifiesto algorítmico que está más allá de los edificios tradicionales del poder.
La confianza ya no se otorga, se gana digitalmente.