La Cámara de Representantes aprobó la laboralización del contrato de aprendizaje, lo cual significará que ese vínculo dejará de ser un contrato de formación para el empleo, para volver al anacrónico contrato de trabajo, con el pago de las prestaciones propias de un vínculo subordinado. Eso quiere decir que los aprendices serán cuando menos dos veces más costosos de lo que son hoy.
Ese cambio, que puede ser muy “popular” a los ojos de los jóvenes aprendices, en realidad implica devolvernos tres décadas y poner en riesgo el sistema de formación para el trabajo que había evidenciado un desarrollo admirable desde que el contrato de aprendizaje se reformuló, para concentrarlo en generar entrenamiento y experiencia laboral para los jóvenes aprendices, no solo del Sena, sino de todas las entidades de formación técnica y universitaria que acceden a esa oportunidad.
Así los sectores de izquierda se nieguen a reconocerlo, uno de los grandes avances de la Ley 789 de 2002, fue que disparó las cifras de contratación de aprendices, muchos de los cuales hoy hacen parte de la plantilla de trabajadores de las empresas patrocinadoras que optaron por apostar a su formación profesional cuando eran estudiantes. En la práctica, el contrato de aprendizaje era un semillero muy eficiente de nuevos trabajadores.
Antes de la norma aprobada en el Gobierno del presidente Uribe, los aprendices eran trabajadores y solo podían ser formados en el Sena. Eso, por costos y por la dificultad de la entidad para formar suficiente mano de obra, conllevó que la figura de prácticamente cayera en desuso, frustrando a varias generaciones de nuevos trabajadores.
Pues bien, con la “reforma social” de Petro, los aprendices vuelven a convertirse en trabajadores con todas las prerrogativas de un trabajador regular, incluyendo, entre otros, la posibilidad de que sus “salarios” sean regulados por las organizaciones sindicales en el marco de negociaciones colectivas con los empleadores.
El contrato de aprendizaje no debería, ni puede generar una productividad significativa, porque su propósito y su fin es garantizar un proceso de formación práctica para el trabajo; sin embargo, la reforma desconoce esa realidad y equipara al aprendiz con los trabajadores capacitados, lo cual es cuando menos absurdo.
Adicionalmente, los empleadores podrán optar por “monetizar” los aprendices con una tarifa inferior al costo de contratación, que no es otra cosa que la posibilidad de pagar un impuesto a la nómina a cambio de no vincular estudiantes inexpertos a la plantilla de trabajadores.
Los costos laborales y la posibilidad de monetizar implicarán que las empresas dejen de apoyar aprendices, los cuales tenderán a desaparecer, acabando con décadas de procesos formativos que habían demostrado ser muy exitosos.
Nadie sensato contratará a alguien para que aprenda con el mismo costo de un trabajador que ya esté formado. Apelaremos, en su lugar, a asumir un impuesto altamente incrementado por la reforma, pues será mucho menos riesgoso pagarlo que ampliar la plantilla de trabajadores.
En este ‘cambio’, como en casi todas las medidas de la reforma laboral que avanza en el Congreso, se aplica el adagio popular que indica que se debe tener cuidado con lo que se desea, porque se puede hacer realidad. Acá, por el capricho de quedar bien con una fanaticada minoritaria, el Gobierno Petro estaría acabando con la formación para el empleo de los jóvenes colombianos. Triste, pragmático, pero totalmente cierto.
Esperemos que los honorables senadores, en especial los de la Comisión Séptima, entiendan que en sus manos está la posibilidad de impedir que la mayor catástrofe laboral de nuestra historia avance en su trámite legislativo.
Lo que la reforma de Petro genera en desempleo e informalidad solo es comparable con los cientos de miles de empleos que se perdieron en la pandemia, con una diferencia, en esta oportunidad no se recuperarán.