Hoy quiero hablar desde el desconocimiento de una ciudadana más del mundo. Veo que hay una aparente obsesión de muchos por impactar el mundo, por “ayudar” a otros, por ser mejor persona, por lucir bien y por ser auténtico, entre otros.
Conceptualmente todo suena fascinante y aunque no sea lograble al menos pareciera obligación hacerlo o publicar que se hace. El problema puede ser que cada vez el ser humano se presiona más a si mismo, se entiende y se conoce menos interiormente y muestra más imágenes falsas de lo maravillosa que puede ser su existencia.
Esos mundos paralelos en los que todo es perfecto en otra dimensión parecen existir ya no solo en la ficción de una película de Hollywood. Hoy se vive el mundo de una realidad aparente en las redes, por ejemplo, que puede ser bien distante a la realidad.
Aunque no son solo las redes, también es un proceso lento e incierto de mentiras piadosas en un mundo organizacional lleno de política o en una amalgama de imagen exitosa con perfección falsa en el caso de muchos sufridos emprendedores que viven de promesas incumplidas y cuentas sin pagar a 90 días.
Me llama la atención entender la doble moral. Me cuesta trabajo la omisión, hacerse el idiota sobre cosas que pueden pasar en tu entorno para cómodamente seguir de largo y hacer como si no pasara. Eso a mi juicio es la misma culpabilidad que generar el delito.
La nueva obsesión por ser “mejor persona” nos está acabando y volviendo cada vez más arrogantes. Es como si existieran nuevas castas que te dan niveles jerárquicos de buena o mala persona, en los que evidentemente no he escuchado al primero que me diga que es malo, pero sí a muchos que me señalan quién lo hace mal.
Está bien que tratemos de mejorar, por supuesto. Es perfecto querer crecer y evolucionar desde una autoconciencia, evaluando lo bueno, lo malo, lo que nos gusta. Pero el hecho de que meditemos un rato al día, vayamos a un curso de amor, leamos un buen libro no nos hace mejores personas que otros.
Todos tenemos nuestros ángeles y demonios. Todos tenemos alguno que otro raye que normalmente viene de la infancia y lo llevamos al mundo laboral, al mundo que nos da poder y posibilidad de mostrar que tenemos algo más que el resto.
Sería maravilloso jugar a ser mejor persona si me comparo conmigo mismo. Esta búsqueda de ser mejores que los demás y de tener la razón solo nos da un halo extra de moralidad y santidad que -creo- ningún ser humano tiene del todo. Es imposible.
Tal vez conozcas a uno de estos personajes que manda bendiciones, reza todo el día y hasta tiene imágenes sagradas en su perfil, pero en paralelo no le paga una deuda enorme a alguien que trabajó con él. ¿Para qué sirve mandar bendiciones y proyectar una imagen de redención si no se hace lo básico, que es respetar los compromisos? Para mí la palabra todavía tiene un valor.
La doble moral nos va a matar. La intención de ser mejor es muy buena, pero creer que soy mejor que los demás me da un derecho implícito a pasar por encima del resto de humanoides que creo defectuosos y, por supuesto, no son tan buenos como yo me creo.
Juguemos a ser más honestos. A ser consistentes, a dejar la arrogancia de salvar el mundo si igual les tiro el carro encima a otros, no pago mis deudas, hablo mal de los demás, critico a otros y los juzgo, discrimino y luego voy de voluntario a un grupo de oración, yoga o protección animal.
Consistencia. Solo eso, un poco más de consistencia. Que la nueva meta sea conocerme más y navegar por mis propios errores aumentando un poquito la buena onda que requiere un universo pobre de espíritu colectivo. Quiero obsesionarme con ser mejor… ¿pero mejor comparada con quién? Quizá conmigo misma antes de ser consciente de todas las cosas que hago mal.
“Una persona arrogante se considera perfecta. Este es el principal daño de la arrogancia. Interfiere con la tarea principal de una persona en la vida: convertirse en una mejor persona”. Leo Tolstoy.