He hablado con muchas personas que me dicen que estos últimos dos años y medio han sido bastante raros y es muy curioso que queramos normalizar situaciones que claramente no son normales. No hablaré de política porque no es mi tema, y menos en esta columna, pero creo que nos negamos con terquedad a entender lo que nos habla el universo. Sin importar la religión, las creencias, la ubicación geopolítica, este planeta está patas arriba y necesitamos entender qué hay que hacer.

La raza humana es en tal forma incomprensible y regida por los principios individuales del egocentrismo que veo que todas las generaciones están perdiendo la empatía hacia los colegas de la misma especie. Ya ni siquiera es un tema de edad. Los más jóvenes tienen más amor por un animalito que por otro ser humano (logro entenderlos a veces por la decepción del mundo que están heredando).

No digo que los animales no merezcan atención. La merecen toda, por supuesto, son parte perfecta de un universo perfecto que los humanos nos empeñamos en dañar. Son absolutamente inocentes, hermosos, leales.

Sin embargo, es increíble la indolencia entre humanos. Esta mañana, en un semáforo, me sonrió una chiquita de unos cuatro años, sentada debajo de un árbol mientras su papá trataba de venderles a todos los conductores bolsas para la basura. Ningún conductor compró nada, evadían la mirada para no tener siquiera que pensar que un ser humano con hambre y sin casa estaba al frente de su camioneta.

Esta chiquita con sus dos colitas y una gran sonrisa me saludaba con su manita y se veía realmente sorprendida de que alguien le devolviera el saludo. Creo que ni eso hacemos. Ya no regalamos sonrisas, vivimos viendo hacia atrás por si nos van a robar. Eso no puede ser normal.

¿Qué es lo que hacen los líderes para tratar de cambiar un poco la actitud del “sálvese quien pueda”? Nada, o casi nada. Entrar a redes sociales viendo cómo se destrozan con malas palabras porque piensas una cosa u otra, de verdad lleva al hastío de entender nuestra sociedad. Yo eso no lo entiendo.

Y podríamos estar pensando que son los demás los responsables de elegir. Los responsables de la inseguridad, los “tibios “que no toman partido por los extremos. Y entonces, ¿qué hacemos en las organizaciones para no replicar esta indolencia que tenemos en la sociedad? Quizá podríamos hacer la vida más fácil con algo que parece imposible en algunas culturas: hablar de frente; con respeto, claro, pero de frente.

En muchas compañías hay que estar más pendiente de caerles bien a todos que en producir resultados reales. Y de nuevo he sido testigo de que a veces los que más calladitos se quedan, los que simplemente no “dan esas batallas”, al final ganan más. Puede que no hagan mucho, pero viven bien sin el mérito del trabajo, pero con la hipocresía del sobreviviente organizacional clásico. Es como si todo se resumiera a plata, reconocimiento, símbolos de “soy tan exitoso”. Y de nuevo, ¿qué pueden hacer los nuevos líderes para apalancar culturas más incluyentes, más sanas, en las que haya respeto por la diferencia incluso de pensamiento político?

Arranqué un año feliz porque creo en los nuevos ciclos. Empecé con la mejor energía creyendo que este año iban a pasar cosas diferentes, más bonitas, de energía más genuina. Y aunque me ha revolcado un poco el ambiente y cosas personales que demuestran que la vida es un rato y no vale la pena tirarla en tener la razón, estoy convencida de que mañana me quedo trabajando por Colombia. Pase lo que pase hay que meterle ganas a un país donde la mayoría de su gente lo que quiere es trabajar y vivir tranquila, disfrutar de la familia, de las cosas lindas que tenemos (la comida, por ejemplo) y de un entorno con más posibilidades para todos. Hay que apostarle al país, al trabajo, a la honestidad. No desfallezcan, líderes organizacionales. Su rol hoy es único en la construcción de un legado para que haya un mejor futuro. No dejemos de soñar.