Cuando pasamos por una mala experiencia, el recuerdo se encarga de modificarla extrañamente, volviéndonos cuentacuentos selectivos de nuestras propias vivencias. Piensen en esa persona con la que tuvieron algún conflicto hace unos años. Si la tuvieran en frente, ¿vivirían el sentimiento de igual manera? ¿Dirían, “no importa, ya pasó”? Así como en la vida privada, estos cambios tienen consecuencias para una sociedad, sobre todo si le agregamos un ingrediente perverso.
Es posible que, en diez años, muchos de nosotros recordemos estos años de pandemia y demagogia sin mucha exactitud, porque estaremos atentos al día a día. Algunos dirán, “fue duro, pero no tanto”. Otros dirán, “lo recuerdo como si fuera ayer”, viviendo el dolor quizá más intensamente. No hay ley que diga cómo lo recordaremos, ni el peak-end-rule de la psicología, pero sí podemos preocuparnos por mentes cautivas que el populismo está aprisionando lentamente. Hablemos de la kakistocracia, del gobierno de los peores, de ese que ha gustado tanto en Latinoamérica y que parece estar conquistando más de una alcaldía.
Czesław Miłosz, el nobel de literatura que se alcanzó a salvar de las garras del terror de Stalin, escribió en los 50 que el elemento del tiempo necesariamente altera la calidad de los actos. Volvamos a la pregunta inicial: recuerden algún episodio de dolor de su adolescencia o infancia. ¿Lo recuerdan con la misma intensidad del suceso? El psicólogo Daniel Kahneman nos dice que una cosa es el ser que experimenta y otra muy distinta es el que recuerda. Estos suelen estar en conflicto. Ahora imaginen que este conflicto, a nivel colectivo, es un arma certera del populismo que gusta de construir narrativas para ganar terreno.
Cuando se acercan las elecciones, las malas decisiones, el autoritarismo y el daño que algunos personajes le han hecho a la gente, todo pasa a un segundo plano. Sacar pecho por destruir empresas, llamarse “imparables” mientras crean más y más oficinas inútiles, gastar en publicidad y no en hospitales, todas estas cositas van quedando en el olvido, porque al llegar la euforia de las elecciones, lo que importa es el color de un partido, quién habla más bonito, quién humilla más al otro, en fin...
Pero ahí no para el tema. Los estrategas políticos van y buscan lo que más les sirve para armarles narrativas destructivas a sus opositores. Construyen un recuerdo selectivo, preciso y perverso, y sus políticos llegan a nuevos cargos gracias al mercadeo de la indignación. Y así, como en el poema de Robert Frost, todo es una cadena de anhelos interminables. Mientras están en la alcaldía o la gobernación, las fichas se mueven para la Presidencia, hasta que llegan al fin de los días y se dan cuenta que no pudieron ser los regentes del mundo.
Y, ¿qué le queda al ciudadano como escudo para defenderse de tanta manipulación de los kakistócratas? La independencia intelectual que puede cultivar, el escepticismo, el “no comer cuento”, la lectura, la conversación, el recuerdo, las notas que toma, el pensamiento de largo plazo y el debate.
Podemos ver el juego de la política como construir una escalera al lado de un edificio sin puertas, con dos tipos de arquitectos: el político/funcionario bueno y, por otro lado, el oportunista. Este trae los materiales de la obra, ve que el constructor (el votante) es consciente de la mala calidad de los materiales, pero lo pone a trabajar igual. Cuando el constructor le reclama, frustrado, amargado, la solución del oportunista es decirle que eche más materiales encima para que no se noten los problemas de la base de la escalera. Le explica que juntos son imparables, que deben seguir. Luego pide otro escalón y otro, hasta que el político va llegando a la ventana del edificio de al lado, su objetivo temporal, porque el edificio tiene más pisos y solo el que está parado sobre la escalera puede llegar. De repente, la endeble escalera se le cae encima al constructor, y el oportunista ya ha logrado entrar al edificio de al lado. Abajo quedan personas a las que el constructor puede culpar (la Policía, los asistentes, por ejemplo), así que los ataca y les lanza escombros. Luego el ciclo se repite, una y otra vez. Pero ojo, afortunadamente no todo político y funcionario es malo. Quizá llega uno de esos que dan todo por construir esa escalera bien, armando algo mejor con buenos materiales. Entonces construyen una pirámide escalonada sobre la que todos pueden subir. No necesitan meterse al edificio de al lado, porque desde los escalones, también pueden ver la ciudad, sin las paredes de la ambición.
Cuando no recordamos las decisiones malas y la perversidad detrás de la táctica política, terminamos siendo esos constructores a los que les cae encima todo. Furiosos, luego buscamos a quién culpar en la base, sin darnos cuenta de que la culpa estuvo en ayudar al oportunista. La solución parece ser, mirar muy bien, analizar, pero esto solo se logra estudiando, contemplando, analizando, preguntando, debatiendo, a ver si el ser que experimenta se puede reconciliar con el que recuerda. Por mi parte, no les creo a los bienpensantes, ni a los que se enorgullecen por quebrar empresas, ni a los fraudes intelectuales que maltratan las estadísticas para quedar bien, ni a los que creen que la inseguridad es percepción, ni a los que engañan a la gente con videos, vallas coloridas, marcas de gobierno, “retos”, “material de impacto”, eslóganes ridículos, nuevas oficinas con nombres bonitos pero macabros en su esencia, porque sé que volverán en poco tiempo al ruedo electoral a usar todo ese paquete de despilfarro, para decir que lograron resultados.