Descifrar el futuro de la agricultura es aún un tema incierto, especialmente cuando se enfrenta a constantes desafíos de abastecimiento y promoviendo, en paralelo, modelos de desarrollo y producción más inclusivos, sostenibles y amigables con el medio ambiente. Y si en 2050 se proyecta que seamos una población mundial superior a las 9.000 millones de personas, y que la demanda de productos agrícolas se incrementará entre 60 y 70 %, garantizar la seguridad alimentaria no será sencillo y deber ser tema primordial de las agendas políticas y planeadoras de los gobiernos nacionales.
La crisis pandémica puso a la región latinoamericana en serios aprietos. Según un reporte de la Cepal sobre perspectivas de la agricultura y del desarrollo rural, América Latina es la región en desarrollo más impactada por la pandemia ya que, a pesar de que solo cuenta con el 8,4 % de la población mundial, a mediados de mayo de 2021 se había dado el 18,9 % de los casos confirmados y el 29 % de las muertes por covid-19.
En cuanto a inseguridad alimentaria, en América Latina la incidencia de la inseguridad alimentaria moderada o grave alcanzó 40,4 % de la población en 2020, lo que implicó un aumento de 6,5 puntos porcentuales respecto a 2019. Y aun así, es la región que se considera como la más exportadora neta en productos agrícolas, siendo China el principal mercado destino.
Con tantos obstáculos encima y variedad de oportunidades potenciales para aprovechar, es interesante pensar cuál podría ser una alternativa de alto éxito para un panorama futuro que involucra a una multitudinaria densidad poblacional que demandará más del sector agrícola, pero con un ojo bastante crítico sobre sus modelos de producción más orgánicos, menos dañinos con el medio ambiente, nuevas alternativas de distribución, etc.
Ahora bien, centrando un poco más la problemática en la actualidad, más de 56 millones de personas sufrieron hambre en América Latina y el Caribe en 2021, según el informe anual elaborado por cinco agencias de la ONU. Y lo más triste de ello es que, si bien los campesinos producen el 80 % de la comida en el mundo, son los más propensos a sufrir hambre según mismos datos de Naciones Unidas… Toda una paradoja.
Y aún hay más. A partir de cifras de 2019 también se pudo deducir que en los países en desarrollo la comida puede costar hasta el 50 % de los ingresos de una persona, una de cada nueve personas no tiene suficiente comida para llevar una vida sana, y aunque en el mundo hay unas 7.500 millones de personas, se produce suficiente comida para alimentar a unas 10.000 millones de personas; esto último implica, en resumidas cuentas, que un tercio de la comida se pierde o se desperdicia.
Cifras que no paran de plantearnos una realidad que no hemos tenido en cuenta. Es muy difícil llegar a concebir que, si se recuperara el 25 % de la comida que se desperdicia, se podría alimentar a casi 870 millones de personas con hambre. Una parte de la problemática, que es muy importante, parece concentrarse en la forma en que está distribuida la producción alimentaria: concentrada en grandes urbes que generan enormes desperdicios, mientras que en zonas más remotas el difícil acceso vial, la falta de servicios públicos y/o la falta de comunicaciones son criterios que hacen que la tarea de la seguridad alimentaria se vuelva un desafío.
Por supuesto que el panorama es muy disperso, pero plantear una solución particular para resolver la paradoja, de que los que cultivan y cosechan la comida son los que más pasan hambre, es esencial. De hecho, uno de los puntos cardinales que define el estudio de la Cepal habla precisamente de las acciones posibles para que las agendas públicas impulsen un elemento trascendental que podría cambiar la situación: la digitalización de la agricultura.
Por un lado, la digitalización de los datos en la agricultura permitirá la organización y la gestión diaria de las explotaciones agrícolas y hasta ganaderas. Esto sí que facilitará mucho el trabajo en Colombia: el saber de forma rápida y eficiente los rendimientos por hectárea de un cultivo, las cantidades de insumos necesarias, la siembra planificada por regiones, la optimización en el uso del agua, datos que permitan la actualización sostenible del Censo Nacional Agropecuario para dar cuenta de su situación y evolución, etc.
Ahora bien, en miras de las pérdidas y los desperdicios de comida (dado que, por ejemplo, las frutas, las hortalizas y los tubérculos son los alimentos que más se desechan según la FAO), la digitalización puede mermar una parte del problema en el mundo disminuyendo las pérdidas de los cultivos que se han triplicado en los últimos 50 años gracias a, en gran parte, afectaciones por la crisis climática: un mayor acceso a la tecnología les daría mejores herramientas de trabajo para hacer frente a plagas, sequías, etc. Asimismo, puede dar lugar a nuevas y mejoradas formas de distribución que le permitan al cliente final tener un contacto más directo con el campesino que cultiva.
En sí, el espacio se queda corto para seguir acaparando razones y ventajas de digitalizar el sector del agro. Michael Kremer, Nobel de Economía en 2019, la definió como una estrategia clave para el progreso y la seguridad alimentaria. Por supuesto, requeriría una prioridad de inversión con miras a mejorar el panorama y el bienestar de la población que vive de este sector. Señal clave para el gobierno entrante y para la llegada de la ministra López.