Avanza diciembre y, junto con las celebraciones de fin de año, el tema de moda en las empresas colombianas es tratar de adivinar cuál será el salario mínimo del próximo año. Nuestro sistema de precios extrañamente depende más de esa cifra que de la inflación. Muchos bienes y servicios en Colombia se valoran en salarios mínimos, no en simples y sencillos pesos.
El salario mínimo es una cifra política que el gobierno de turno utiliza para medir su popularidad y establecer su capacidad real de acción frente a los actores del mercado de trabajo, en especial frente a los trabajadores. Hasta cierto punto, es la forma de “pagarle” al “pueblo” por su lealtad y su apoyo en las urnas. Esa es precisamente la razón por la que en los últimos años ha hecho carrera un incremento porcentual muy superior a la inflación.
A pesar de que fijar el monto del salario mínimo debería corresponder al consenso informal de los tres principales actores del mercado del trabajo, esto es, el Gobierno, los empresarios y los trabajadores. Para definir la cifra se consideran algunos factores macroeconómicos, técnicos y objetivos. Incluso el Consejo de Estado ha determinado que cuando el Gobierno nacional establece el salario mínimo por decreto, en ausencia de acuerdo, está obligado a seguir pautas estrictas que dejan de lado el capricho del gobernante de turno.
Esos elementos corresponden al Índice de Precios al Consumidor (IPC) del año anterior y su proyección para el año siguiente, variación de la productividad laboral y la contribución de los salarios al ingreso nacional. Corresponde a una apuesta que, si bien mide la temperatura del desempeño económico del presente año, no deja de ser una cifra especulativa que corresponde más a la adivinación que a los números exactos.
Ahora bien, la inflación, tanto la causada, como la prevista para el siguiente año, rara vez se cuestiona; sin embargo, la productividad es una cifra económica, no estadística, que corresponde y tiene factores objetivos de medición.
Pues bien, la mesa de concertación de este año arranca con una cifra de productividad presuntamente evidenciada por el Dane a lo largo de 2024, que supera el 3 % y se convierte casi en un récord histórico. Eso no generaría inquietud si las otras cifras macroeconómicas también fueran ampliamente positivas.
Resulta que esa cifra será considerada necesariamente para la determinación del salario mínimo y muchos están levantando la mano porque consideran que la productividad que certifica la entidad gubernamental puede tener serios problemas en su cálculo.
Varios gremios y académicos, entre ellos un nutrido grupo de profesores del Departamento de Derecho Laboral de la Universidad Javeriana, han indicado que se trata de una cifra que no corresponde exactamente a un comportamiento estadístico directo; es decir, nadie la mide directamente, sino que corresponde al resultado de analizar otras variables principalmente del mercado de trabajo, algunas de las cuales son muy objetivas y técnicas, pero otras no tanto. Existe un temor fundado en que la cifra pudo haber sido fijada con intereses políticos y —por ende— subjetivos.
Rara vez desconfiamos de las cifras que ofrece el Dane y existe un consenso social en cuanto a que se trata de una entidad gubernamental independiente, que aglutina a los mejores estadísticos del país y que normalmente está alejada de los caprichos del gobernante de turno; no obstante, en este caso, ese porcentaje está causando gran preocupación porque sería un indicio de que esa credibilidad y esa autonomía técnica se estám perdiendo.
Puede que el Dane considere que la productividad laboral se incrementó, pero en las calles la percepción es distinta. Cada día evidenciamos más gente en la informalidad, en el desempleo y la tendencia es trabajar menos. Existe una nueva visión del bienestar laboral; sobredimensionamos y sobrevaloramos el “tiempo libre” y rara vez nos preocupamos por producir más en el tiempo que efectivamente laboramos.
A manera de ejemplo, sería prudente preguntarnos cómo ha medido el Dane el impacto muy fuerte de la reducción progresiva de la jornada laboral semanal, del teletrabajo —que hoy es la regla en la prestación de servicios— o de las incapacidades médicas que se han incrementado sustancialmente desde la pandemia.
El Gobierno, a través del Dane, tiene que salir a explicar de dónde sacó la cifra de productividad y permitir que todos evalúen objetivamente la pertinencia económica de ese cálculo. No hacerlo puede generar un salario mínimo para el próximo año sobredimensionado y muy peligroso para la inflación, para la formalización laboral, para el desempleo y para salir de la crisis económica, que ya es evidente.