En el portal de mi casa, en Hudson Street junto a Leroy, se instaló un hospital de campaña. El sur de Manhattan se llenó de espectros polvorientos, capaces aún de andar o inmóviles, y toda la isla respiró un aire gris que hacía llorar: era cemento y ceniza de cadáver. Millones de papeles flotaban en el aire. El 11 de septiembre de 2001, en Nueva York, olió a apocalipsis. A anuncio del fin del mundo. Es frecuente ahora oír quejas sobre los abusos de la seguridad en los aeropuertos. Y, sin embargo, constituyen la menor de las consecuencias de aquellos atentados. Hagamos un repaso muy somero de la herencia: dos guerras sin vencedores, en Afganistán y en Irak, que han causado un atroz número de víctimas, quizá medio millón, tal vez hasta un millón; una crisis de endeudamiento público que oprime las economías occidentales; un mecanismo de ejecuciones y encarcelamientos extrajudiciales que erosiona las libertades y la credibilidad de la legislación internacional; y, de forma indirecta, una ola de revoluciones en el mundo árabe. Cuesta todavía conciliar las imágenes contradictorias de aquella mañana: la luminosidad del cielo y las explosiones, la normalidad y el pánico. Pero es aún más difícil hacerse a la idea de que existió una mañana siguiente. Disipado el estupor, quedaron la angustia, la búsqueda de los desaparecidos, las fotos pegadas en los muros, la sospecha de que la persona amada podría estar en la ceniza que se respiraba. Esa mañana siguiente fue lo peor, porque junto a la desesperación, el dolor y la oscuridad de la nube en el vientre de Manhattan, empezó a escucharse un clamor colectivo de venganza. La administración de George W. Bush, animada por el activismo de los neoconservadores, creyó que los ataques terroristas ofrecían la oportunidad de lanzar un programa bélico destinado a cambiar el mundo y remodelarlo según el patrón estadounidense. El programa bélico se puso en marcha de inmediato, entre el entusiasmo de la gran mayoría. No había casa sin bandera, no había posibilidad de crítica ni análisis: la prensa estadounidense se sumó al furor. En las oficinas de reclutamiento se formaron colas. La invasión de Afganistán comenzó al mes siguiente. La de Irak, un país ajeno a los atentados, menos de dos años después. Y el mundo cambió, pero no en el sentido esperado por la Casa Blanca. Pasada más de una década, la influencia estadounidense en la región más inestable del planeta, que incluye Oriente Próximo y Asia central, se ha reducido de forma evidente. Al Qaeda no se ha beneficiado de ello. La ‘base’ organizada por Osama Bin Laden es hoy un epifenómeno, un magma de grupúsculos capaces de causar muertes pero no de captar las simpatías de las poblaciones árabes. Con Bin Laden muerto, en una de esas ejecuciones extrajudiciales que el candidato Barack Obama criticaba pero a las que el presidente Barack Obama recurre sin aparentes remordimientos, con otros dirigentes encarcelados en Guantánamo o en alguna de sus sucursales, con sus miembros perseguidos por el ojo implacable de los aviones no tripulados, Al Qaeda constituye una corriente marginal del islamismo. Para muchos árabes, el impacto visual del 11 de septiembre de 2001 se vio superado por los impactos del 13 de diciembre de 2003, el día en que Sadam Husein fue detenido en condiciones humillantes, y del 30 de diciembre de 2006, el día en que Sadam Husein fue ahorcado. Nunca un tirano regional había conocido un final tan público y degradante. Y fue nada menos que Sadam, el más arrogante de los dictadores árabes. Es imposible establecer hasta qué punto las imágenes de su caída introdujeron en el subconsciente colectivo la idea de que los tiranos no eran indestructibles. En cualquier caso, son bastantes los analistas que piensan que el viejo orden árabe, a cuyo colapso asistimos estos meses, comenzó a resquebrajarse en el momento en que el cuerpo de Sadam Husein se balanceó bajo una soga. Curiosamente, es Arabia Saudí, país de origen de Osama bin Laden y muy relacionado con la creación de Al Qaeda, aunque estrechamente relacionado con Washington por razones energéticas y estratégicas, quien ha asumido el liderazgo del extremismo islámico. El auge de los Hermanos Musulmanes y de los movimientos salafistas dentro de la gran revuelta árabe mantiene una relación directa con el dinero y los contactos procedentes de Riad. La eliminación de libertades en Estados Unidos tras los atentados, con la creación de una inmensa burocracia de control y vigilancia (Homeland Security), y la aplicación más o menos indiscriminada de la ley de la selva en la represión del terrorismo internacional, han supuesto un retroceso posiblemente reversible a medio plazo. La elección de Barack Obama demostró un cambio en el estado de ánimo colectivo, una clara voluntad de superar el dolor y los daños causados por la tragedia y la venganza. La financiación del esfuerzo bélico, en cambio, tiene efectos negativos que se prevén muy duraderos. El aumento vertiginoso de la deuda pública estadounidense, tras la bonanza clintoniana, y el mantenimiento de tipos de interés artificialmente bajos, están (junto a los desmanes de Wall Street y los errores europeos) en el origen de la crisis que aflige a las economías occidentales. La historia ha seguido su curso. Pero muchos de los supervivientes encallaron en aquella mañana terrible de 2001 y permanecen ahí, tratando de olvidar. En los meses y años siguientes hablé con personas que vivieron desde dentro el infierno de las Torres Gemelas. Una de ellas, una mujer que se destrozó los pies bajando escaleras a oscuras, emigró a Escocia para huir del recuerdo. Sin éxito. Quienes vieron caer personas desesperadas desde lo alto de los rascacielos, quienes escucharon su impacto contra el asfalto, quienes se ocuparon después de horadar la montaña de escombros y de cadáveres, mantienen un dolor punzante en la memoria. No soportan la repetición de las imágenes, año tras año, ni la sucesión de conmemoraciones. El 11 de septiembre de 2001 cambió el mundo. Pero no como esperaban los terroristas ni como deseaba Washington. Cientos de miles de muertos después, todos hemos perdido. * Cronista. Cubrió el 9/11 para el diario español El País.