Todo regalo tiene un valor utilitario y un valor afectivo. Un buen regalo es la combinación de ambas cosas, dependiendo de la relación entre quien regala y quien recibe. Concentrarse apenas en el valor utilitario de los regalos es un sinsentido porque desde un punto de vista puramente económico regalar cosas, en lugar de dinero, es un desperdicio. Quien recibe un regalo usualmente cree que ha costado menos que su verdadero precio. Con base en miles de encuestas en Estados Unidos, Joel Waldfogel ha llegado a la conclusión de que, en promedio, la diferencia es de un 20%, lo que significa que cada Navidad los consumidores gringos pierden (desde un punto de vista utilitario) US$13.000 millones. Con este estrecho enfoque, Waldfogel ha emprendido una campaña para convencer a la gente de que sería más sensato dar dinero, pues así cada quien encontraría por sí mismo el mejor regalo que podría haber recibido de su novia, sus padres o sus amigos. Todos sabemos, sin embargo, que monetizar los regalos es inaceptable porque implica la destrucción del valor afectivo, es decir de la expresión de cariño, gratitud o comprensión que usualmente quiere manifestar quien regala. Como argumenta Michael Sandel en un libro que vale la pena leer (Lo que el dinero no puede comprar), aquello que toca el dinero queda corrompido desde un punto de vista afectivo porque entra en conflicto con preceptos morales de integridad y respeto. Por eso no funcionan las soluciones que se han inventado para regalar “opciones de compra” sin tener que entregar directamente dinero. Es más aceptable socialmente dar una tarjeta de regalo que un billete por el mismo valor. Pero esta opción no solo deja sin efecto cualquier intento de manifestación afectiva, sino que también implica botar parte del dinero. Pregúnteles a sus amigos hasta cuánto pagarían por comprar para sí mismos una tarjeta de regalo de distintos almacenes o servicios. Se sorprenderá de las respuestas: en muchos casos la gente no está dispuesta a pagar ni siquiera la mitad del valor nominal de la tarjeta de regalo. Hay sitios de internet que compran tarjetas de regalo. En Cardpool.com el descuento para una tarjeta de Tiffany es 13% y para Lacoste o Gucci 25%. Por consiguiente, ni siquiera las marcas más exclusivas están exentas de la maldición del regalo monetizado. Tampoco las marcas de cosas más corrientes, como las hamburguesas Burger King (23%) o un par de tragos en Hard Rock Café (47%). Solo se puede regalar bien a quien se conoce bien. Los padres siempre saben qué regalar a los hijos, lo mismo que los buenos amantes o los viejos amigos. Pueden ser cosas totalmente utilitarias, como ropa o juguetes, e incluso siempre puede ser más de lo mismo, como el whisky favorito. La frontera que debe respetarse en esta selección es muy sencilla: dependiendo de la relación, hay cosas que uno debe saber y cosas que no debería saber (aunque sepa). Por eso es totalmente aceptable regalarle ropa interior a los hijos o a su pareja, pero quizás no a su mejor amigo. Muchas empresas han reconocido que, como es imposible conocer los gustos personales de sus grandes clientes o de los miembros de sus juntas directivas, en vez de regalarles a ellos, es mejor mandarles una elegante tarjeta contándoles que han hecho una donación en su nombre a alguna causa que goza de reconocimiento social. No es una mala idea, dado que las manifestaciones de afecto de una empresa no son creíbles para nadie, incluso aunque vayan firmadas por alguien de carne y hueso. En cambio, hacer donaciones puede contribuir al buen nombre de la empresa. Quienes son abrumados cada Navidad por todos los regalos que reciben de personas con las que tienen poca relación personal podrían facilitarles la vida a esas personas poniendo sugerencias en sus cuentas de Facebook de lo que les gustaría que les regalaran o, aún mejor, de sus causas sociales favoritas a las que podrían hacerse donaciones en su nombre.