El expresidente Juan Manuel Santos dio un emotivo discurso en la Universidad de Los Andes, con motivo de la graduación de los primeros 80 estudiantes que accedieron a becas para estudiar en ese claustruo y que durante su gobierno fueron otorgadas. SEMANA reproduce los apartes más importantes del discurso: Apreciado señor rector y querido amigo Pablo Navas; amigos del Consejo Directivo de la universidad –del cual alguna vez, por muchos años y a mucho honor, hice parte–; respetados profesores; estimados padres de familia, y queridos –muy queridos-graduandos de esta prestigiosa Universidad de los Andes: Hace algunos años hubiera comenzado este discurso con la cita de algún filósofo clásico, de algún prócer de nuestra independencia, de algún político que hubiera cambiado la faz del mundo –como Winston Churchill, cuya última biografía, Caminando con el destino, acabo de terminar y se las recomiendo–, o con hondas reflexiones sobre el valor de la educación en el camino de la vida. Pero los tiempos cambian, y nosotros con ellos. Así que voy a hablarles de una serie de Netflix. Una serie que seguramente muchos de ustedes han visto, o por lo menos han escuchado comentarios sobre ella, porque es bastante “sollada” y muy progresista. Me refiero a la estupenda producción Sense-Eight, creada por las hermanas Wachowski, las mismas mentes que nos pusieron a dudar sobre la existencia del mundo real en The Matrix. ¿Y de qué trata Sense-Eight? Tranquilos, que no voy a contar nada que dañe la experiencia de quienes no la han visto. Trata de una raza de humanos, los Homo Sensorium que conviven con el resto de la humanidad, los Homo Sapiens, y que tienen un don muy especial: el de la empatía, el de poder conectar directamente con las emociones, las alegrías y los dolores de sus semejantes, y sentirlos como si fueran propios. Ocho personajes, dispersos en el planeta, descubren que forman parte de una familia muy particular que solo puede sobrevivir si se unen y si cada cual aporta aquello que lo hace único, incluso marginal. Un policía de Chicago, una DJ islandesa en Londres, una hacker transgénero en San Francisco, un conductor de bus en Nairobi, un actor gay en México, un ladrón de cajas fuertes en Berlín, una farmaceuta en Bombay, y una practicante de artes marciales en Seúl, conforman un ejemplo de la diversidad humana. Y entienden algo que todos –Homo Sapiens u Homo Sensorium– debemos asimilar: los seres humanos somos uno, y lo que le pasa a cualquiera nos pasa a todos. ¡Somos uno! Por eso –al igual que los protagonistas de esta serie–, cuando alguien es herido, todos somos heridos un poco; cuando alguien baila o canta, todos podemos unirnos en ese sentimiento de gozo; cuando alguien sufre, todos sufrimos, y cuando alguien ama, todos hacemos parte de ese amor. Le puede interesar: Buenas noticias: ‘Sense8‘ tendrá capítulo final Eso se llama empatía. Eso se llama también compasión, que significa –como la palabra lo indica– compartir la pasión del otro, el sentimiento del otro, el dolor del otro. ¡Cuánta empatía, cuánta compasión, faltan en el mundo de hoy! ¡Cuánta empatía, cuánta compasión, han faltado y nos siguen faltando en Colombia! En el siglo pasado, la humanidad se enfrentó en grandes guerras mundiales, generadas por caudillos y naciones que proclamaban la supremacía de su raza, de su religión o de su ideología, y que despreciaban la raza, la religión o la ideología de los otros. Tristemente, esos fantasmas del fanatismo religioso o político, del nacionalismo, del racismo, siguen rondando por el escenario mundial, envenenando las almas de las personas, que apoyan idearios excluyentes porque tienen miedo. Tienen miedo del otro. Tienen miedo del diferente. Tienen miedo de lo desconocido. Tienen miedo de lo que no comprenden. A todos nos ha pasado. El miedo –junto con el amor– es una de las fuerzas más poderosas en la historia de los pueblos y en la conducta de cada uno de nosotros. ¡Cuántas veces hemos sucumbido al miedo y hemos perdido la oportunidad de conocer a otro, o de perdonar, o de reconciliarnos! ¡Cuántas veces hemos creído en los discursos de los líderes que dividen en lugar de unir, que excluyen en lugar de incluir, que siembran odio en lugar de sembrar amor! Líderes que gritan: ¡Nuestro país primero! ¡Nuestras necesidades primero! ¡Nuestra patria primero! En el fondo están diciendo: “Nuestro miedo primero”. Y envían a los jóvenes a morir en guerras inútiles a nombre de una patria que nadie sabe definir. Yo no quiero –y sé que ustedes tampoco– una patria que nos divida y nos aparte. Yo no quiero –y ustedes tampoco– una patria que justifique el odio y la violencia; una patria que convierta en carne de cañón a nuestros campesinos; una patria que construya muros para que no entre nadie y que cierre fronteras para que no nos contaminemos de lo diferente. La verdadera patria –la única, la esencial– es nuestra condición de seres humanos. La verdadera patria es la que nos abraza, nos reúne y nos celebra en la diversidad. La verdadera patria es la patria de la unidad, del amor y el entendimiento; una patria donde defendamos y hagamos realidad lo que tantas veces –y con tanta razón– nos ha repetido el profesor Mockus: ¡La vida es sagrada! ***** Y así como es sagrada la vida, lo son también las oportunidades para que cada ser humano desarrolle su máximo potencial, una de las cuales –sin duda– es la educación, la máxima herramienta de transformación de una sociedad. En 2014, al iniciar mi segundo periodo de gobierno, lanzamos – con la ministra Gina Parodi– el programa Ser Pilo Paga para que los jóvenes más talentosos de todos los rincones del país pudieran estudiar en las mejores universidades sin que la falta de recursos económicos fuera un límite para sus sueños. Desde entonces, más de 40 mil pilos accedieron a programas académicos y a universidades a los que no habrían llegado nunca de otra manera, y enriquecieron –con su pilera, con su talento y su diversidad– el escenario estudiantil. Por supuesto, no faltaron los críticos y opositores… Que por qué el programa era solo para los bachilleres con mejores promedios en los exámenes de Estado… Que por qué era solo para los estratos más bajos… Que los pilos subsidiados por el Estado no serían bien recibidos por sus otros compañeros… Que por qué mejor no dedicábamos los recursos a mejorar las universidades públicas –lo cual también hicimos–… De hecho, convertimos a la educación en el sector con mayor participación en el presupuesto nacional, al punto de que la inversión en el sector –incluyendo la educación pública–aumentó, entre 2010 y 2018, en un 79 por ciento. Criticar es un deporte nacional. Pero construir, proponer, ejecutar, es la misión de unos pocos. Lo que vemos hoy, en esta ceremonia en la mejor institución de educación superior del país y una de las mejores de América Latina –según los rankings. Relacionado: ¿Pagó ser “pilo”?: historias que revelan la realidad de este programa Este mes de abril se gradúan –y lo digo con emoción en mi corazón– en esta alma mater a la que tanto quiero, por la que tanto he trabajado y de donde es egresado mi hijo Martín, nada menos que 80 pilos –más del 6% de todos los graduandos–, la primera promoción andina surgida de este programa. Y así como ocurre aquí, se están comenzando a graduar los pilos en las mejores universidades del país. No fue fácil para muchos, hay que reconocerlo. Tuvieron que superar el choque de venir a la capital desde los rincones más lejanos de nuestro país. La presión del estudio y de las notas. La incomprensión de unos pocos que aún creen –con miopía mental– que las mejores universidades son solo para las élites. Pero acá están, queridos profesionales del programa Ser Pilo Paga, luciendo sus diplomas con orgullo, abrazando a sus padres y diciéndole al país: ¡Sí se puede! ¡Sí se pueden superar las barreras! ¡Sí se puede depender de nuestro talento, de nuestra disciplina, y no de las condiciones en que nacimos! Hoy los felicito desde el fondo de mi alma, como felicito a todos los graduandos. También a aquellos que cursaron su carrera gracias al programa Quiero Estudiar o a las diversas becas y apoyos que ofrece la misma universidad, o a los que utilizaron créditos del Icetex. El objetivo es –y debe seguir siendo– que nadie, absolutamente nadie, se quede sin estudiar la carrera de su preferencia, ojalá en el centro educativo de su preferencia, por razones económicas. Ese era el propósito de Ser Pilo Paga, un programa que hoy muestra sus resultados y que está en mi corazón y en el corazón de miles de familias colombianas cuya vida cambió porque uno de sus miembros tuvo acceso a la mejor educación posible. Dice un refrán popular que “cada alcalde manda en su año”, y así es: cada gobierno manda en su periodo. Ser Pilo Paga ha sido reemplazado por otro programa que privilegia el subsidio para los estudiantes que opten por universidades públicas y aumentó las exigencias para ser beneficiario. Es una lástima. Me he propuesto, como ustedes saben –por el bien de la democracia y la gobernabilidad del país–, no caer en la tentación de responder al espejo retrovisor ni interferir en el trabajo o las ejecutorias de mi sucesor. ¡Ya sufrí yo bastante lo que es eso! Baste destacar hoy –en este día de celebración– que Ser Pilo Paga funcionó y seguirá funcionando hasta que se gradúe el último de los pilos. Estoy seguro de que esas 40 mil promesas se convertirán en 40 mil agentes de cambio, que multiplicarán sus efectos no solo en sus vidas personales y familiares sino en la sociedad colombiana y en el mundo. La Universidad de los Andes –como muchas otras instituciones de educación superior de excelencia– no tuvo miedo de apostarle a la inclusión, de apostarle a la riqueza de la diversidad, de apostarle a la empatía. Y lo que vemos hoy, en este auditorio, es una muestra de lo mejor de Colombia: jóvenes profesionales, hombres y mujeres de todas partes del país, de diferentes orígenes e historias, unidos en la celebración de la vida y del conocimiento. Queridos nuevos profesionales de Colombia: Ustedes ingresan al mundo laboral en un país muy distinto que el que nos tocó a sus padres y abuelos, incluso a sus hermanos mayores. Por supuesto, es un país que aún tiene inmensos desafíos, como la lucha para seguir bajando la pobreza y la desigualdad, como el reto que suponen las organizaciones criminales que siguen delinquiendo, como la defensa de nuestros recursos naturales. Pero ustedes han tenido una suerte que no muchos tienen. Han sido testigos, desde sus años universitarios, del fin de una guerra: la guerra que sostuvo el Estado con las Farc por más de medio siglo y que dejó cientos de miles de muertos, más de ocho millones de víctimas, y atraso y miseria en muchas regiones. Ese conflicto con la guerrilla más antigua y poderosa no solo del continente sino del mundo llegó a su fin porque decidimos sentarnos a conversar y buscar una solución como seres humanos. También: Por qué sí estudiar humanidades el discurso de grado a una generación En Colombia estaba sucediendo algo muy grave. No solo habíamos perdido la paz, sino que estábamos perdiendo una función trascendental en nuestras almas: ¡estábamos perdiendo la compasión! Muchos eran insensibles al dolor de la guerra, porque no la vivían en carne propia. A muchos no les importaba que el pabellón de heridos en combate del Hospital Militar permaneciera lleno, porque esos jóvenes no eran sus amigos ni de su familia. ¡Cuánta compasión nos faltaba! ¡Cómo era posible que prefiriéramos una guerra perfecta a una paz imperfecta! ¿Y saben quiénes me enseñaron el valor de la compasión? ¿Saben quiénes me dieron fuerzas cuando las mías flaqueaban? ¡Las propias víctimas! Las víctimas –esas mujeres y hombres que habían perdido a sus seres queridos, o la salud, o sus tierras– me dijeron muchas veces: “Presidente, continúe, persevere, para que lo que nosotros sufrimos no lo tenga que sufrir ningún otro colombiano”. Y con qué generosidad, con qué grandeza, han perdonado y han seguido el camino de la reconciliación, sin renunciar a sus derechos a la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición. Porque el que perdona –así como el que pide perdón– sana y es sanado al mismo tiempo. Queda mucho camino por recorrer para que Colombia alcance la paz total, la prosperidad y la equidad. Pero hemos avanzado mucho y hoy vemos ese camino más despejado, sin el obstáculo de una guerra que parecía eterna. Así lo ve y lo reconoce el mundo, aunque algunos aquí se empeñen en negarlo, e insistan en decir –¡por Dios!– que el conflicto no existió. Los turistas e inversionistas internacionales llegan en cantidades crecientes a nuestro país y están constatando que nuestra Colombia, que fue catalogada por décadas como un lugar prohibido y peligroso, es realmente una nación pujante y amable. A ustedes, queridos andinos, les corresponde tomar el testigo en esta carrera de postas y seguir construyendo el futuro. Hoy les pido –encarecidamente les pido– que lo hagan mejor que nosotros, los mayores, es decir, sin la carga del odio, del miedo, de la venganza y la exclusión. Tal vez esa raza de los Homo Sensorium no sea más que otra ficción maravillosa de las hermanas Wachowski, pero yo creo – tengo la certeza– de que podemos ser como ellos. Podemos unirnos en la diversidad y en la tolerancia. Podemos utilizar lo mejor de nuestros talentos para el bien de todos. Podemos sentir con el resto de la humanidad –no solo con nuestra familia, nuestros amigos o compatriotas– que tenemos un destino común, y compartir los dolores y las alegrías. Podemos comprender que –más allá de los matices que nos distinguen– somos un solo pueblo y una sola raza de todos los colores, de todas las creencias y de todas las preferencias. Nuestro pueblo se llama el mundo. Y nuestra raza se llama humanidad. Llegó la hora de cultivar la empatía y la compasión, y de hacer de estos dos sentimientos los pilares de un nuevo país y de un nuevo planeta. Amigos andinos, queridos Pilos: Termino estas palabras con una cita que resume el mensaje que les he querido transmitir. Es la frase iluminada de uno de los más grandes escritores de la historia, el genial León Tolstoi: “He comprendido que mi bienestar solo es posible cuando reconozco mi unidad con todas las personas del mundo, sin excepción”. Muchas gracias.