Warhol, Lichtenstein y Rauschenberg reconocieron su influencia. Spielberg confiesa haberse basado en él para crear su Indiana Jones. La universidad de Yale lo incluye en sus cursos de Literatura. Se dice que cada tres minutos alguien compra uno de sus cómics en alguna ciudad del mundo. Pero, ¿qué sabemos realmente del hombre que está detrás de Las aventuras de Tintín? Para empezar, Hergé –creador del sobrehumano reportero Tintín, el casi humano fox-terrier Milú y el humanísimo Capitán Haddock–, se llamaba Georges Remi. Hergé es la transcripción de sus iniciales en orden inverso –rg– y pronunciadas a la francesa, obviamente. Así firmaba ya en 1926 sus primeros dibujos y este fue el nombre que aparecía crípticamente en la parte superior de las 23 historietas protagonizadas durante casi medio siglo por el periodista del mechón rubio, desde Tintín en el país de los soviets (1929) hasta Tintín y los pícaros (1976). Con la modestia que siempre lo caracterizó, Hergé contaba que de niño no destacó por sus dotes artísticas. Si empezó a dibujar en su más tierna infancia fue porque el lápiz y el papel eran el método que usaban sus padres para disciplinarlo cuando había visitas. “Así nacen las vocaciones”, explicaría años después. Al parecer, en el colegio siguió dibujando para distraerse. En el margen inferior de las páginas de su libro de texto –horizontalmente, como un cómic– pintaba historias con un argumento. Pero cuando en la academia Saint Luc le pusieron ante un capitel de yeso, se dio media vuelta y no volvió. Por tanto, jamás asistió a un curso formal de dibujo. Sin embargo, sus dibujos le gustaron a Norbert Wallez, el director del periódico católico Le XXe Siècle, que tras ponerle al frente del suplemento juvenil, le pidió que crease un reportero cristiano que viajaría por el mundo llevando un mensaje de bondad y justicia. Influido por los primeros cómics estadounidenses –The Katzenjammer Kids, de Rudolph Dirks y Bringing Up Father, de George McManus– el jovencísimo Hergé decidió a los veintiún años crear una tira cómica propia, empleando la innovación americana de la filacteria, es decir, el “globo” o banderola que lleva impreso el texto hablado que parece salir de la boca de cada personaje. En cuanto al personaje central, Hergé –que se psicoanalizó durante años– explicaba que Tintín brotó de su deseo inconsciente de ser un hombre perfecto, un héroe. El protagonista heroico es consustancial al cómic, pero en este caso la genialidad fue disfrazarlo de “chico normal y corriente”. Tintín con su aspecto de cándido boy-scout, permite al público lector –por variopinto que sea– enmascararse tras esa careta de normalidad para vivir las rocambolescas peripecias que se suceden en las 62 páginas de cada historieta. Tintín nació –el 10 de enero de 1929– ferozmente individualista y dueño de una libertad extraordinaria. De ahí sus características casi sobrenaturales. Eternamente joven, Tintín no come ni duerme; no va al colegio ni tiene padres. Es el único periodista del mundo que no entrega jamás una crónica, ni lleva dinero encima. Además, no sufre, porque nunca se enamora. No en vano, las primeras lecturas de Hergé fueron Los tres mosqueteros, de Dumas, y las fábulas de La Fontaine. De ahí su afán de crear un mundo masculino donde el valor supremo es la amistad. “¿Es tan ridículo ser una buena persona, respetar la naturaleza y los animales y ser fiel a la palabra dada?”, preguntaba cuando criticaban a su protagonista. En cuanto a su técnica de composición, Hergé partía de una idea muy sencilla y en torno a ella esbozaba un guión, antes de pasar a dibujar la bande dessinée propiamente dicha. Curiosamente, siempre empleaba la misma pluma, una Gillott Inqueduct de acero inoxidable de fabricación británica. Al principio improvisaba el argumento sobre la marcha, pero a partir de El loto azul –cuando conoció al pintor y escultor chino Zhang Chongren– empezó a documentarse exhaustivamente, desplazándose con un fotógrafo para investigar cada asunto concreto, desde la arquitectura de un submarino hasta las costumbres de los tiburones –El tesoro de Rackham el Rojo–, pasando por el diseño de un cohete aeroespacial –Aterrizaje en la Luna– o la leyenda del “abominable hombre de las nieves”, que estudió a fondo para Tintín en el Tíbet. Fue Hergé quien dio al cómic europeo el estatus –el “noveno arte”– del que goza hoy en día. Pionero de la llamada ligne claire (trazos gruesos, colores fuertes, fondos realistas y ausencia de sombreados), no solo dio a su obra un envoltorio visual inmediatamente reconocible como suyo, sino que la situó en un digno punto medio entre el dibujo y la literatura. Aunque decía ser, ante todo, “un contador de historias”, han tenido que pasar años para que se le reconozca como tal. En su Tintin and the Secret of Literature (Granta, 2006), el escritor británico Tom McCarthy compara a los personajes hergeanos con los de Dickens, Flaubert, Marlowe o Brecht. Pero Hergé es cómic en estado puro, mitad imagen y mitad palabra, y su ingenio lingüístico es innegable. Basta con leer el catálogo de “insultos” que emplea Haddock (anfitrión, ectoplasma, hidrocarburo, lepidóptero, tecnócrata, vegetariano) o la incapacidad de la Castafiore para pronunciar el apellido del capitán (Paddock, Bardock, Karbock, Bartock, Kappock, Koddack, Mastock, Hammock, Kolback) y la abnegada respuesta de él cuando en una ocasión le llama Harrock –“N’roll, señora. Harrock and roll”– para comprobar la facilidad verbal que tenía el padre del cómic europeo. Lo mismo sucede con los lapsus lingue de Hernández y Fernández –“Es mi opinión y yo la comparto”– o los dobles sentidos del profesor Tornasol. Pero pese a su temprano y rotundo éxito, Hergé tuvo que afrontar continuas acusaciones de colaboracionismo, racismo y misoginia. Se defendió alegando que si trabajó durante la Segunda Guerra Mundial para un periódico de ideología nazi como Le Soir fue para poder seguir publicando. En cuanto al racismo, admitió que el polémico Tintín en el Congo estaba influido por la ideología burguesa y colonialista en que se había criado. Los tintinófobos también lo acusan de misógino, pues el único personaje femenino que aparece en su obra es el de la cantante de ópera Bianca Castafiore, una diva arrolladora, matriarcal y fastidiosa hasta la extenuación. Muchos han visto en ella no solo una parodia de Maria Callas, sino también de Germaine Kieckens, la primera esposa de Hergé. Sin embargo, esa pequeña joya literaria que es Las joyas de la Castafiore no sería nada sin la formidable presencia de la soprano pechugona que canta sin cesar un aria del Fausto de Gounod. Hergé, por su parte, alegaba que sus personajes eran todos caricaturescos y que la mujer raramente constituye un elemento cómico. De ahí la escasez de mujeres en su obra. Lo cierto es que Hergé se adelantó a su época y la permanencia de su obra es prueba de ello. Fue un pionero de posturas inconformistas –ecologismo, anticonsumismo, igualitarismo– que hoy siguen de plena actualidad. Igual de avanzadas eran sus preferencias artísticas, pues siendo el suyo un arte figurativo, coleccionaba pintura abstracta. De ello trataba su vigésimo cuarta y última obra, Tintín y el arte alfa, que quedó inacabada al morir el 3 de marzo de 1983, a los 75 años, víctima de un cáncer óseo. Cuando Numa Sadoul preguntó a Hergé en 1971 qué había detrás del mundo que había creado, este le respondió: “¡Tintín soy yo, soy yo en todas mis formas! Exactamente como Flaubert cuando decía: ‘Madame Bovary soy yo’”. O como diría, sin rodeos, el capitán Haddock: “Mille tonnerres! Tintin c’est moi!