Irma Mosquera recoge los frutos que cayeron al piso del árbol de guayaba que está adentro del cementerio de Río Rosario, un corregimiento de Tumaco, Nariño. Les ofrece la fruta a sus invitados, reporteros de SEMANA. “Coman, acá no solo se da la coca, lo que pasa es que las fruticas se pierden porque no tenemos cómo sacarla”, dice la mujer mientras señala el río, la única vía que tienen para ir al casco urbano que está a dos horas de distancia en una lancha rápida.

El árbol de las dulces guayabas es testigo del amargo sabor de la guerra. Junto a él hay unas 100 tumbas improvisadas. Muchos de los restos que reposan ahí son de jóvenes cautivados por los grupos ilegales que se disputan el territorio por el control del narcotráfico. Otros de viejos que murieron esperando que el cacao resucitara, y uno que otro de los que le apostaron a la paz. Cruzando el río hay una montañita completamente verde, son matas de coca sembradas.

Nariño ocupa el segundo puesto en producción de coca en Colombia, cuyos cultivos equivalen al 24 % de lo que hay sembrado en todo el país. Tiene 64 municipios y en 27 de ellos cultivan la mata. Son cerca de 37 mil hectáreas (en 2019), según las autoridades. El municipio que tiene más cultivos ilícitos es Tumaco (11.830 hectáreas), muchos de los cuales están ubicados en resguardos indígenas y consejos comunitarios afrodescendientes. Esto dificulta a la fuerza pública intervenir porque las comunidades étnicas gozan de un trato especial en la legislación colombiana.

El Gobierno nacional ha manifestado en repetidas ocasiones que reanudará la aspersión de cultivos ilícitos con glifosato, tan polémico por los estudios que en su momento mostraron que el químico genera afectaciones para la salud y el medioambiente.

Solo en Río Rosario viven 6.840 personas distribuidas en 14 veredas. Todos están en desacuerdo con la fumigación aérea. “No puedo creer que con tantas necesidades que tenemos, la única manera de que haga presencia el Estado sea para envenenarnos”, dice José Baltazar, uno de los habitantes de la zona. Aclara que su postura no es porque esté de acuerdo con el narcotráfico ni ningún tipo de ilegalidad, sino porque vio morir, en fumigaciones anteriores, los manglares que va pasando en la lancha, camino a la finca en la que cultiva plátano.

En un terreno pantanoso donde cuesta caminar, está Rodolfo, un campesino de 56 años que lleva atado en su cabeza tres racimos de plátano, para llegar al río y sacar el producto a una chalupa. Camina 700 metros aproximadamente bajo 32 grados de temperatura. Ha hecho 24 viajes iguales y su jornada laboral arrancó a las 6:00 a. m. Ya está cayendo la tarde y dice que no aguanta el dolor en las rodillas.

Rosalba, que también tiene sembrado plátano en su finca, asegura que por cada dos mil plátanos le pagan 300 mil pesos ($150 la unidad) de los cuales 120 mil pesos se invierten en gasolina para llevar el producto hasta el centro de Tumaco. Por cada jornal paga 50 mil pesos y debe tener tres trabajadores para evitar que el plátano se madure y dárselo como comida a los animales. Hace cuentas y nota que después de tanto esfuerzo solo le quedaron libres 30 mil pesos.

Rodolfo interrumpe la conversación para señalar que cuando cosecha coca, le pagan los mismos 30 mil pesos por una arroba de hoja y se la recogen en el punto. “Nosotros no somos malos, somos buenas personas, solo sembramos la matica, pero no nos metemos en lo que pase después”, dice una de las mujeres de la vereda.

Otra, dice mientras corta con su machete una pepa de cacao: “Si nosotros fuéramos los narcotraficantes, tendríamos neveras, por lo menos en nuestras casas, pero es que ni eso podemos tener porque la luz acá se va por ocho días y nadie del Gobierno ni de las empresas de energía vienen a ver cómo estamos”.

“Ni yo estaría dictando clases a niños de tercero a octavo grado en solo dos salones”, dijo Víctor Requejo, el profesor que enseña a niños de 15 veredas, mientras alzaba en sus brazos a un bebé, hijo de una de sus alumnas. Él construyó uno de esos salones con madera y lona, frente a los cultivos.

Hay siembras diferentes a la coca porque muchos creyeron en el Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (Pinis), el cual les entregó 12 millones de pesos durante el primer año a cada familia con la finalidad de reemplazar la coca por proyectos agrícolas legales. Sin embargo, al ver que el pago llegaba de manera retrasada o que era difícil sacar sus productos al mercado, decidieron no dejar del todo la mata de coca. Por esto, en la mayoría de las fincas los cultivos de coca están entrelazados con cacao, plátano, coco, yuca, entre otros.

Esos híbridos son una de las preocupaciones que tienen los pobladores, porque cuando pase el avión regando el glifosato, se llevará consigo todos los cultivos que han tratado de mantener durante años. Dicen que lo triste es que el plátano, por ejemplo, se demora de 9 a 12 meses para dar cosecha, mientras que la coca está lista en menos de tres meses. Además, existe el temor por los daños a la salud que se puedan registrar porque hay evidencias en el departamento de que en anteriores fumigaciones se incrementaron los casos de cáncer y malformaciones.

Lo insólito es que en Nariño la fumigación con glifosato no erradicó la coca. Las estadísticas de la Gobernación así lo de muestran: en el año 2010 existían 15.951 cultivos de coca sembrados en el departamento y luego de fumigar durante 5 años, subieron a 29.755 hectáreas. Además, en los análisis hechos se estableció que el porcentaje de resiembra en promedio fue del 119 % durante el mismo periodo.

Sin embargo, la fumigación sí trajo un sinnúmero de problemáticas sociales. Duván Mosquera, presidente del Consejo Comunitario Unión del Río Chagüí, señaló que uno de los principales fue el desplazamiento, debido a que familias enteras huyeron de la zona de fumigación, pues se alimentan del pancoger. Chagüí pasó de tener 32 veredas a 26. Durante el periodo que se dejó de fumigar retornaron los habitantes de tres veredas, pero ahora que anunciaron una nueva etapa de fumigación están pensado en migrar de nuevo.

“Ese es un tema que no solo afecta a Nariño, sino a otras zonas del país, todas estas personas que abandonan su territorio no solo van a llegar a Pasto y Tumaco, viajan a las principales ciudades como Bogotá, Cali, Medellín”, reflexiona Mosquera advirtiendo que esto se puede convertir en una bomba de tiempo.

En los municipios de la cordillera, como Policarpa, la situación es aún peor. Allí los pobladores nunca recibieron beneficios económicos para la sustitución de cultivos. Están junto al río Patía, la ruta fluvial más apetecida por los grupos ilegales, por donde trafican estupefacientes y armas.

Nariño es la ruta ideal para los narcotraficantes. En la cordillera se ha incrementado el cultivo de coca porque su cercanía con el río facilita la conexión con el Cauca. En el pie de monte costero la presencia de selva elevada permite camuflar centros de procesamiento de clorhidrato de cocaína y los municipios de la costa Pacífica facilitan el proceso de comercialización al exterior.

Lo paradójico es que los campesinos no tienen rutas para sacar sus productos. Es normal ver caballos y mulas caer con la carga porque sus patas quedan atrapadas en el barro. Los arrieros se comen los huevos crudos en el camino, los mismos que iban a vender, pero lo hacen antes de que se quiebren.

Los municipios donde la coca reina tienen algo en común: hay necesidad de inversión social y muchos se sienten respaldados por grupos ilegales que ofrecen “oportunidades de empleo”, ayudan a mejorar las vías y la conexión de servicios públicos. Allí ellos son los que mandan.

Por eso, desde la Gobernación de Nariño le dicen al Gobierno nacional “no a la fumigación con glifosato”. Aunque son conscientes que dar dinero a las familias tampoco es la solución, los cultivos ilícitos aumentaron abismalmente mientras le apostaron a esa estrategia. Por eso proponen unos acuerdos de raíz.

Consisten en no tomar decisiones desde un escritorio, sino que lleguen al territorio y vean que, así como los grupos ilegales se ganan la confianza de la gente, ayudando a arreglar vías terciarias, mejorando el transporte de los niños a las escuelas y otras obras sociales, la fuerza pública haga presencia. “Si yo doy, puedo exigir; si hay buenas vías que faciliten la comercialización de los cultivos lícitos, ahí pueden estar militares o policías haciendo control, empresas invirtiendo en industria, estabilizando precios”, dijo Francisco Cerón, secretario de Gobierno del departamento de Nariño.

Pero lo más importante, según Cerón, es erradicar la coca del corazón y la mente de los pobladores. “Que la gente deje de tenerle cariño a la matica porque piensa que gracias a ella le dan de comer a sus hijos, porque sienten que con los otros cultivos todo esfuerzo es insuficiente”.

Sin duda, la coca hay que erradicarla del corazón de las comunidades, pero lo que está en tela de juicio es si la fumigación en tierras nariñenses será fructífera. Los pobladores aseguran que sería más efectiva si el Estado se gana la confianza en los territorios en donde reina la ausencia de la inversión social.