Después de más de 50 años de conflicto armado, se firmó el acuerdo de paz entre las Farc y el Estado colombiano en 2016. El punto cinco del acuerdo planteó la creación del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y Garantías de No Repetición, del cual hace parte la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD) y la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición. La misión de la Comisión de la Verdad es construir una verdad multidimensional, integradora y comprensiva que abone el camino para las profundas transformaciones que necesita nuestro país.
Aunque la verdad es una construcción que tiene consideraciones políticas, históricas, éticas y filosóficas, el centro del proceso se encuentra en la escucha plural. Escuchar el dolor de las víctimas que por generaciones han padecido una guerra que les ha pasado por encima, arrasando sus vidas, pero, a la vez, escuchar miles de historias de resistencia, de sobrevivencia a la violencia es lo que nos acerca a entender lo sucedido y a afirmar que podemos emprender el sueño de la paz. Escuchar a los responsables de la violencia nos permite también conocer las razones e intereses detrás de la misma, los porqués y para qués de sus actos atroces. Escuchar a diversos actores que se movieron en los claroscuros de un largo conflicto degradado para entender la complejidad y el daño que nos ha causado como sociedad. La guerra y la violencia son muchísimas acciones, pero la mayoría de ellas obedecieron a decisiones políticas. En los últimos años, a la luz del proceso de Justicia y Paz, el país ha conocido algunas de esas versiones que evidencian que la guerra, además de motivaciones ideológicas, involucra intereses económicos. Igualmente, con la Ley de Víctimas y lejos de los procesos judiciales, el país empezó a conocer una verdad de la voz directa y valiente de los millones de mujeres y hombres campesinos, indígenas y afrodescendientes, cuyos testimonios mostraron el despojo de sus tierras, el desarraigo y exclusión, la desaparición forzada, las violencias sexuales, la tortura y las estigmatizaciones, entre muchas otras violaciones de derechos humanos.
¡Qué difícil llegar a la verdad! El desafío hoy es descubrir una verdad que busca ser silenciada por el miedo. Una verdad transformadora que no juzgue, sino que explique para que no se repita la barbarie. Una verdad de la que emerjan recomendaciones profundas frente a la democratización, el régimen político y las desigualdades que están en el centro de las violencias. Una verdad llena de coraje, que debe brotar en medio de la oposición política a los acuerdos de paz, a la reedición del conflicto armado, a la ejecución de masacres en los territorios, a los señalamientos y asesinatos de líderes y lideresas sociales y de excombatientes firmantes del acuerdo de paz. Sabemos y sentimos que la verdad y la memoria están hoy acorraladas. El negacionismo toma fuerza, buscando invertir los papeles de una verdad centrada en las víctimas hacia una verdad centrada en la narrativa justificadora de los victimarios. Lo anterior bajo el pretexto de construir un relato completo que incluya múltiples versiones. Esta es la antesala de la disputa por la narrativa del conflicto armado, confundir la multiplicidad de las memorias con una verdad comprensiva e integradora. Existe un ambiente político propicio para que los responsables no reconozcan, pero ahí está la fuerza incuestionable de los hechos y las voces de las víctimas que señalan las actuaciones de los paramilitares, de las guerrillas, de los agentes del Estado en cualquiera de sus expresiones (fuerza pública, funcionarios, congresistas); lo mismo de personas y empresarios que, teniendo poder, se beneficiaron y se lucraron de la violencia política y el conflicto armado a través de rentables negocios, que incluyeron despojo y desplazamiento de millones de habitantes de la ruralidad. Las disputas por la verdad están ligadas a las luchas por la paz, la democracia y el poder. Una parte de quienes han ostentado el poder, desde el control del Estado, de los partidos y la representación política, se han opuesto de manera sistemática a cualquier proceso de modernización del régimen político o de aperturas democráticas. También, las guerrillas, los paramilitares y el narcotráfico han sumado al cierre de los espacios políticos de la ciudadanía. Es así como después de distintos procesos de paz, dejación de armas o reformas profundas como la Constitución del 91, sobreviene una arremetida de la violencia y de incumplimientos de lo pactado, que revierte los avances democráticos.
En el último año, los colombianos han salido a las calles a defender la paz y la verdad. El incremento de la violencia desde la firma del acuerdo de paz en 2016 no es nuevo en el país y evidencia la persistencia de unos factores que favorecen la repetición del conflicto armado; algunos de ellos de carácter estructural, como la desigualdad, la pobreza, la exclusión, el abandono, el narcotráfico, la impunidad y la corrupción. Pero existen otros factores asociados a la dinámica propia del conflicto en cada territorio, de los cuales se destacan las alianzas oportunistas y/o estratégicas de grupos armados ilegales y la fuerza pública con el narcotráfico y otros actores políticos, sociales y económicos de las regiones. La implementación efectiva de los acuerdos de paz buscaba, precisamente, contrarrestar los aspectos vinculados de manera sistemática a la violencia y a la guerra, bajo la convicción de cambiar de rumbo y la certeza de que era posible. Las víctimas, el campesinado y la población étnica aún esperan la reforma rural, la sustitución de los cultivos y los recursos para echar a andar los programas de desarrollo con enfoque territorial. Este es un momento crucial para el país. A la violencia se añade la profundización de la pobreza y la desigualdad que ha producido la pandemia del covid. El mayor número de muertos del virus y el conflicto lo ponen los pobres, que este año sumarán 19 millones de personas en Colombia, muchas de ellas, víctimas del conflicto armado. Las medidas para controlar la expansión del virus pusieron también bajo control las expresiones básicas de la democracia, que hoy apenas sobreviven virtualmente y con una ciudadanía atemorizada que busca la supervivencia. Si hemos sido capaces de adelantar medidas excepcionales para salvar vidas de la pandemia, también debemos ser capaces, como gobierno y como sociedad, de esfuerzos extraordinarios para salvar vidas de la guerra. Por ello, el diálogo político, el llamado del cese al fuego con los grupos armados y la implementación de los acuerdos deben ser una prioridad de la agenda política del país para frenar el desangre que de nuevo se extiende en los territorios. La verdad y la Comisión tienen por delante un camino difícil, pues deben adentrarse en un pasado doloroso y complejo –que muchos interesados quisieran borrar– para establecer una base de recomendaciones de futuro, de temas profundos que no fueron abordados en el acuerdo de paz ni en otras instancias políticas e institucionales, y que se requieren para la transformación del país. Las recomendaciones para la no repetición deberán ser apropiadas e impulsadas desde una plataforma social y política que nos permita tender puentes para que, a pesar de las dificultades, podamos iniciar el camino hacia la paz y la reconciliación. Ese es nuestro compromiso, una verdad factual y ética para la sociedad, que dignifique a las víctimas que se resisten al terror y a la muerte.