El 9 de marzo de 1990 se firmó el acuerdo de paz con el M-19 en una sencilla ceremonia en la Casa de Nariño presidida por el presidente Virgilio Barco. Era el primer proceso de paz exitoso con un grupo guerrillero posrevolución cubana en América Latina. Este proceso sirvió de ejemplo para que otros tres componentes de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar (CGSB), el Movimiento Armado Quintín Lame (MAQL), el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y el sector mayoritario del Ejército Popular de Liberación (EPL) firmaran, a su turno, sendos acuerdos en los meses siguientes y formaran parte de la Asamblea Nacional Constituyente (Anac).
El acuerdo de paz con el M-19 trascendió, además, nuestras fronteras. Inicialmente, incidió en el pacto alcanzado entre el presidente Rodrigo Borja y el grupo guerrillero más activo de la historia ecuatoriana, Alfaro Vive Carajo, cuya dejación de las armas tuvo lugar el 26 de febrero de 1991. Un año más tarde, como ha reconocido el exlíder guerrillero de El Salvador, Joaquín Villalobos, influyó en la decisión del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) de abandonar las armas. La firma se llevó a cabo en el Palacio de Chapultepec, en Ciudad de México, el 16 de enero de 1992.
EDICIÓN 30 (noviembre 1982) Jaime Bateman da por primera vez una entrevista. E, igualmente, tuvo influencia en el acuerdo de paz entre el Gobierno de Guatemala y la Unidad Nacional Revolucionaria Guatemalteca (UNRG), que se celebró en el Palacio Nacional de la Cultura de Ciudad de Guatemala el 29 de diciembre de 1996. Es, pues, una terrible paradoja: Colombia, la pionera en los acuerdos de paz en América Latina, es la única que todavía sufre la acción de grupos guerrilleros en su territorio. A pesar de que el presidente César Gaviria concibió la Anac como el marco para un gran “pacto de paz”, lo cierto es que dos de los seis componentes de la CGSB, el ELN y las Farc, así como la disidencia del EPL, se negaron a asistir a esa cita histórica.
Tanto el ELN como las Farc creían que Colombia estaba en los años noventa en una “situación prerrevolucionaria”, y que era posible transitar de la guerra de guerrillas hacia la guerra de movimientos, es decir, comenzar a crear los núcleos de un ejército popular capaz de derrotar a las Fuerzas Militares. De ahí que hubieran rechazado la oportunidad que les brindó la Anac para transitar de las “armas a la política”. Para tal efecto, en el ELN se conformaron en aquellos años los frentes de guerra (oriental, suroccidental, occidental, central, norte, nororiente y urbano) y, a su turno, cada uno de estos impulsó la organización de compañías con guerrilleros altamente entrenados (tales como las compañías Anorí, Simacota, etcétera) e, incluso, unidades de fuerzas especiales. A su turno, las Farc pasaron de la fase de las emboscadas a la fase de copamiento de grandes unidades militares, y obtuvieron los mayores éxitos en su larga historia (Puerres, Las Delicias, La Carpa, Patascoy, el Billar, Miraflores, etcétera), que le causaron centenares de bajas a la fuerza pública y, así mismo, centenares de rehenes.
El dogmatismo y la negativa a dejar el terrorismo y el secuestro han impedido un acuerdo con el ELN. En este contexto, si bien las Fuerzas Militares conservaban una clara ventaja estratégica pero habían perdido la iniciativa táctica, se produjo un pánico generalizado en algunas élites regionales que sufrían el secuestro y la extorsión. El Estado, ciertamente, no evidenciaba tener la capacidad para frenar estas dos fuentes de la “economía de guerra” de los grupos insurgentes o de las economías criminales. El remedio fue peor que la enfermedad: el 18 de abril de 1997 nacieron las Autodefensas Unidas de Colombia, mediante la creación de un mando unificado de los varios grupos dispersos que actuaban en el territorio nacional. Fue el horror. En los años siguientes, tanto el número como la tasa de homicidios alcanzaron las cifras más altas desde que se tiene registro en el país, superando los peores años de la Violencia de los años cincuenta. El Estado jamás ha debido permitir la privatización del orden público. Dos rasgos de la lucha guerrillera en Colombia permiten explicar el fracaso relativo de los esfuerzos de paz. Por una parte, nuestro país no solamente vivió con alta intensidad los dos ciclos guerrilleros de América Latina, el ciclo posrevolución cubana (1959) y el ciclo posrevolución nicaragüense (1979), sino que tuvo todas las familias guerrilleras imaginables. Una sopa de letras que solo los especialistas pueden digerir: prosoviéticas (Farc), prochinas (EPL), procubanas (ELN), nacional-populares (M-19), indigenistas (MAQL), entre otras, lo que hizo imposible que la Coordinadora Guerrillera Nacional (CGN) y, más tarde, la CGSB pudieran conformar un Estado mayor conjunto y un proyecto político unificado.
A finales de los ochenta, la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar reunió a los grupos más importantes del país. Cada grupo se sentía el depositario único de la verdad revolucionaria, y en su vanguardismo miraban por encima del hombro a otros grupos guerrilleros. La lucha por la hegemonía del movimiento revolucionario fue desastrosa para la paz. En este contexto, si bien la experiencia colombiana de paz entre 1990 y 1991 alimentó a las de El Salvador y Guatemala, en estos dos países la unidad guerrillera permitió que todos los grupos armados firmaran el mismo día y a la misma hora. Es decir, en estas dos naciones hubo lo que los especialistas llaman “procesos de paz comprehensivos”, un antes y un después. En Colombia, por el contrario, la fragmentación guerrillera condujo a lo que los expertos denominan una serie ininterrumpida de “procesos de paz parciales”: M-19 (9 de marzo de 1990), PRT (25 de enero de 1991), EPL (15 de febrero de 1991) y MAQL (27 de mayo de 1991); luego, el 9 de abril de 1994 con una disidencia el ELN, la Corriente de Renovación Socialista (CRS). Y, muchos años después, con las Farc en el acuerdo del Teatro Colón el 24 de noviembre de 2016, y la historia no termina.
La principal consecuencia de esta larga sucesión de negociaciones grupo por grupo y escalonadas en el tiempo fue la inevitable degradación del conflicto armado. Es decir, el modelo de posconflictos parciales y persistencia de la guerra ha sido una pésima experiencia. Si bien permitió ir desescalonando la intensidad del conflicto armado, no condujo a la paz. La guerra, en contextos de conflictos armados prolongados, termina convirtiéndose en una forma de vida. Es lo que los especialistas en África denominan los “diamantes ensangrentados”. Esto es, la pérdida progresiva de cualquier motivación política y la apropiación privada de recursos por parte de milicias armadas. El caso de la República Democrática del Congo es paradigmático.
Tirofijo (centro), el guerrillero que más tiempo empuñó las armas. Si en algún momento hubo un ideario contrainsurgente en el accionar de las AUC, tras los acuerdos de Santa Fe de Ralito (2003) y su desmovilización (2005), un número muy alto de mandos medios se reciclaron en la acción criminal y, aún hoy, afectan la seguridad en numerosas regiones del país. Lo mismo ocurrió con la disidencia del EPL (hoy denominada en los medios los Pelusos) y con los frentes dedicados a la “economía de guerra” en las Farc. Si bien todos los frentes dedicados a la acción militar y a la acción política y social se desmovilizaron e incorporaron al nuevo partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, los frentes ubicados en las regiones periféricas o de frontera y dedicados a la acción financiera –ya fuese el tráfico de drogas o la minería ilegal– se quedaron por fuera del proceso de paz.
Y este mismo miedo comienza a invadir a los analistas del ELN. Muchos temen que la profunda renovación generacional en este grupo guerrillero conlleve una pérdida de horizonte político de los nuevos y noveles líderes regionales, inmersos en la economía ilegal. Tras una guerra que comenzó hace más de cinco décadas, es el momento de convertir la paz en un objetivo común. Todos los partidos, los gremios, los empresarios y los obreros, el movimiento social y campesino deberían redactar las bases de un acuerdo nacional para enfrentar no solamente a los grupos que persisten en la violencia, sino para introducir los cambios que el país requiere con el fin de evitar que la violencia se prolongue.