Tumaco es uno de los escenarios más afectados por el conflicto armado interno. Ubicado en el sur del Pacífico colombiano, su posición geoestratégica ha sido determinante en una guerra por el control de los cultivos de coca y por las rutas para el ingreso de armas y la salida de droga. Desde la década del 90, ha tenido la presencia de las Farc, desplegadas en el Frente 29 y la columna móvil Daniel Aldana, del bloque Sur Occidental; actualmente, la disidencia de ese bloque se ha configurado como un actor armado predominante en la zona. Entre 1999 y 2005, llegaron las Auc con los bloques Libertadores del Sur y Central Bolívar y hoy están presentes las disidencias Nueva Generación, Águilas Negras y Rastrojos.
A este caldo de violencia se suman el Eln, el Clan del Golfo y las bandas criminales, así como nuevos grupos armados, Los Contadores, Oliver Sinisterra y Guerrillas Unidas del Pacífico, que buscan “recuperar las economías ilegales y las acciones de control que tenían las Farc en el territorio” (Quintero, 2019).
Las Fuerzas Militares están presentes en la región para “apagar incendios puntuales”, pero no para acabar con la economía ilegal. Es decir, la ausencia estatal se ha desplegado en la falta de “círculos económicos virtuosos que abran una ventana de oportunidad para crear nuevas maneras de ascenso social” (Contreras, 2018).
De manera que, si bien los Acuerdos de Paz ayudaron a disminuir la violencia, el territorio sigue enfrentando problemáticas que se tejen estructuralmente, como la falta de cobertura de necesidades básicas. Según Naciones Unidas, “el 48,7 por ciento de la población tumaqueña tiene sus necesidades básicas insatisfechas. El 16 por ciento se encuentra en la miseria. Más del 12,3 por ciento vive en hacinamiento y el 76,4 por ciento habita en viviendas en estado precario”. Adicionalmente, las pocas oportunidades laborales y educativas exponen a la población joven al reclutamiento de grupos armados y/o bandas delincuenciales.
Tumaco registra una de las tasas de homicidios más altas de Colombia (la más alta en 2018), según Human Rights Watch, y un aumento en el número de víctimas por minas antipersona y de microextorsión sistemática. Junto con el Catatumbo, es la región del país con mayor número de hectáreas sembradas de coca, lo que ha agudizado el proceso de restitución y sustitución de cultivos, apoyado por líderes y lideresas sociales fuertemente perseguidos en la región.
La agrupación Teatro por la Paz se creó a partir de los grupos juveniles Teatro Araña y Teatro Ciempiés y del grupo de mujeres Teatro Tumatai. Promovido por Pastoral Social, al comienzo fue liderado por Gabi May, quien adaptó la obra al contexto de Tumaco e invitó como protagonistas a mujeres tumaqueñas. Actualmente, la dirige la hondureña Norma Rivera Salazar, que lidera un equipo artístico de 30 niños, niñas, jóvenes y adultos, y uno administrativo de 23 personas.
Los integrantes del teatro son víctimas o familiares de víctimas del conflicto armado interno. De manera que, “cada obra presentada es una cita con la memoria, con la verdad y la dignidad de todas las víctimas de la violencia. Algunas obras están inspiradas en los informes regionales de Derechos Humanos que publica anualmente la Diócesis de Tumaco”, afirmó Mari Cruz Cruel, coordinadora de Teatro por la Paz.
“El teatro es una forma de sentirme segura, es mi refugio, es el vehículo que me permite expresar la indignación que me produce la violencia, y seguiré trabajando porque Tumaco necesita de jóvenes luchadores. Para nosotros, lo más importante es poder expresar nuestro deseo de que en Tumaco se logre la paz, que se respeten los derechos”, aseguró Diana Katherine Olaya, antigua integrante del Teatro Araña y hoy de Teatro por la Paz.
El teatro se despliega como una herramienta metodológica que promueve espacios de diálogo y de resistencia, en conjunto con la construcción de paz y memoria histórica, resaltando la creación colectiva y el fortalecimiento de la identidad cultural y colectiva como base para el trabajo artístico (Matriz, 2020). Se trabaja con ejercicios del ‘teatro del oprimido’, que apunta a la transformación del público en protagonista y en un sujeto creador de la acción dramática, promoviendo el pensamiento crítico y reflexivo sobre la realidad social, tanto de los integrantes de los grupos como de los espectadores (Echeverri, 2012, p. 9).
Teatro por la Paz ha tenido dos logros. El primero fue en 2017, cuando las víctimas del paramilitarismo en Tumaco decidieron crear una obra sobre la verdad y el perdón llamada El olvido está lleno de memoria, que contó con el apoyo logístico del Ministerio de Cultura. La obra retomó “el ritual del Chigualo como un símbolo para dignificar la inocencia de las víctimas de la violencia causada por el conflicto armado en Colombia. El Chigualo es un rito de acompañamiento durante la velación de un niño fallecido”, como lo reportó Colprensa, en 2017. La obra fue presentada también en el Festival Internacional de Teatro de Manizales.
El segundo, de manera transversal en el proceso, ha sido el impacto en los integrantes del grupo, quienes “se vuelven personas críticas, conscientes de las violaciones a las que se ven sometidas y activistas en la defensa de la vida y de la paz a través del teatro. Esto ha sido posible gracias a que el proyecto no se concibió como meras reuniones de montaje de obras teatrales y puestas en escena, sino como un proceso formativo integral y de reflexión a través de talleres semanales de capacitaciones a los miembros desde el 2009” (Red de Lugares de Memoria, 2019).
Teatro por la Paz le ha aportado a la convivencia desde su apuesta por crear colectivamente una política de memoria y dignificación de las víctimas a través del arte y la cultura. Ha contribuido, además, a la transformación de las realidades permeadas por la inequidad, el abandono y la falta de oportunidades, construyendo espacios de participación y de comunicación (Echeverría y Díaz, 2016). Finalmente, con las obras teatrales la experiencia transforma el lenguaje artístico en una metáfora política de resistencia, dignificando a las víctimas e instaurando el diálogo social como mecanismo para la prevención y no repetición.