“Nuestra fe es más fuerte que el coronavirus”, dice Giovanni López, comerciante del centro de la ciudad. Levantaba con orgullo una voluminosa cruz, en la que yace, clavado, un Cristo de tez oscura. En su mano izquierda, como si se tratara de un cetro, cargaba una rama de ruda, que apretaba con fuerza a un pequeño cuadernillo de hojas desgastadas. “Es la oración a la sangre de Cristo”, explica. “Aquí también cargo al Milagroso de Buga, por una promesa que le tengo a mi tío. La ruda la tengo para que aleje las malas energías de mi negocio”.
Así llegó Giovanni a la basílica del barrio 20 de Julio, en la localidad de San Cristóbal, en el sur de Bogotá. Iban a ser las 11:00 de la mañana, y la segunda misa dedicada al Divino Niño estaba por comenzar.
Para su sorpresa, las puertas del templo estaban cerradas. La eucaristía iba a celebrarse en plena calle, a cielo abierto, para que los cientos de feligreses no se fueran a aglomerar y mantuvieran prudente distancia entre sí, y evitar cualquier riesgo de contagio. Desde hace un año, la pandemia de la covid-19, que cambió la vida de todos los habitantes del planeta, hizo lo propio con las tradiciones religiosas. “Cumplimos con los protocolos de bioseguridad, no estamos juntos unos a otros, entonces no tengo miedo, lo que tengo es mucha fe”.
“Creo que es más fuerte la fe que nosotros tenemos que el coronavirus”, Giovani López.
Las puertas del santuario del 20 de Julio, uno de los más concurridos de Bogotá, apenas se volvieron a abrir hace unas semanas, previa autorización de la Alcaldía. “Los días de silencio y puertas cerradas fueron una eternidad”, dice el padre Edgar Palacios, director de la Obra Salesiana del Niño Jesús, que administra el templo.
“Gracias a Dios pudimos abrir la plazoleta y la iglesia”, algo que este sacerdote esperaba como ninguno de los fieles del Divino Niño. Cuando el padre Palacios fue trasladado a esta parroquia, a los pocos días comenzó la pandemia. “No se imagina la soledad y la tristeza. Yo me estaba iniciando como director y párroco aquí en la iglesia del Niño Jesús, y era consciente del flujo de feligreses que peregrinaban a diario, y luego ver esto cerrado, solo, lo invade a uno de una profunda tristeza. Daba grima ver el templo así”.
Durante el confinamiento obligatorio, el párroco observaba a diario, y desde el ventanal de su cuarto, al costado occidental de la entrada de la iglesia, cómo la enorme plazoleta, que antaño albergaba a los parroquianos que no alcanzaban a entrar al templo, se hallaba vacía y desprovista de vida. “Estuvimos unos 3 meses, o un poquito más, completamente encerrados. Tuvimos que recurrir a las plataformas de Facebook y de YouTube para transmitirle a la gente nuestras eucaristías. Lo hacíamos diariamente”, relata el sacerdote para quien fue una extraña experiencia verse solo en la capilla de María Auxiliadora pronunciándole un sermón a una cámara de video.
Cuando al fin la alcaldía de la localidad de San Cristóbal dio vía libre a la apertura del recinto y habilitó la presencia de fieles, este párroco de 70 años confiesa haber vivido el momento más importante en los 37 años de vida dedicados al sacerdocio. “Nadie sabe lo que tiene hasta que lo ha perdido. Volver a celebrar la eucaristía con público fue motivo de mucha alegría. Ver a nuestros fieles, que en su mayoría nos habían seguido por las redes sociales, sentados en las bancas, haciendo presencia física, fue emocionante”.
Los rituales religiosos, sin embargo, se habían trasformado. Las misas que antaño se oficiaban en el templo, que si bien tiene un significativo aforo para más de 300 personas, pasaron a la plazoleta, un lugar aireado que favorecía la presencia de feligreses. Pero la liturgia al aire libre suponía el menor de los cambios.
El sencillo confesionario, por ejemplo, cambió su decorado, pues quienes quisieran acceder, debían hacer una larga y laberíntica fila, en medio de medidas de seguridad más propias para entrar a un concierto o un partido de fútbol. “Las personas que vienen a confesarse entran al templo, y allí hemos colocado 4 vallas metálicas y un separador de acrílico, porque el confesionario aproxima demasiado a la gente”, describe el sacerdote.
“El volver a celebrar la eucaristía con público fue motivo de mucha alegría, de emoción al ver a nuestros fieles”, Padre Edgar Palacios.
Desde que volvieron a celebrarse eucaristías en el 20 de Julio, cada domingo han acudido alrededor de 9.000 personas que han repartido su presencia en las 9 misas que se ofician, desde las 8:00 de la mañana hasta las 4:00 de la tarde. Entre semana, como es lógico, el flujo merma considerablemente en las cuatro liturgias que se realizan al interior del templo.
Eloísa Moriano, una mujer nacida en Tumaco hace 80 años, pequeña de estatura, de cabello plateado, y apariencia endeble, lleva arrodillada en la plazoleta desde las 9:00 de la mañana, y ha escuchado las homilías de cinco eucaristías. “Siempre lo había hecho. Todos los domingos escuchaba 5 misas, pero ahora por lo de la epidemia escucho 3 y me voy”.
Mientras el santuario estuvo cerrado, doña Eloisa no tuvo a dónde ir para recibir sus sacramentos, por lo que su ánimo decayó. “Tres meses estuve enferma, no podía bajar las escaleras. Me sentía mal, triste, desamparada. Desde que me enteré que iban a abrir la iglesia sentí alegría por volver aquí, donde papá Dios, a rezarle y pedirle por todo”.
-¿Y no teme contagiarse?
“No, no, no… Si está de Dios, pues me contagio y me muero y ya. Pero no le temo al coronovirus porque estamos con Dios”.
La alegría que experimentan algunos feligreses por volver al templo solo podría compararse con la de los israelitas cuando llegaron a la tierra prometida.
Martha Lucía Fierro, de 50 años, llegó a la conclusión, en medio de la cuarentena, de que ella era la reencarnación de la virgen María. Camina por la plazoleta ataviada con telas multicolor, acomodadas para parecerse al manto utilizado por la madre de Jesús. Incluso lleva en su cabeza una corona de latón satín rojo, y una aureola de alambre como si quisiera reflejar castidad y pureza.
“Yo vengo vestida de la virgen, la madrecita de Dios, del señor Jesucristo… Dentro de mi corazón habita la virgen”, dice Martha Lucía que carga en su brazo izquierdo un regordete bebé de plástico. La mujer no pasa inadvertida para los desprevenidos transeúntes. “Es el niño Jesús de Praga. Mírelo…”, dice mientras abre el abdomen del muñeco, del cual saca una figura de resina que se encontraba allí escondida. “Es que él está siempre escondidito aquí. Al grande yo le tengo nombre -refiriéndose al muñeco-. Se llama Daniel. Tiene su tapabocas y todo”, explica ante la mirada atónita de los feligreses.
Y con las misas, vuelven los negocios
Vendedores de escapularios, velones y afiches; de estatuillas de santos, vírgenes y cristos, así como de algún que otro sortilegio para atraer al ser amado o retenerlo, han vuelto a la calle con el regreso de los feligreses, pues de ellos depende su subsistencia.
“Durante el tiempo que estuvimos cerrados la gente del comercio se vio muy afectada, pues cada domingo hacían su agosto con los fieles que venían a la iglesia, pues muchos de ellos aprovechaban para hacerles la compra. Pero con la carrera sexta abandonada, cómo iban a mantenerse...”, explica el padre Palacios.
Cada domingo, antes del amanecer, los vendedores instalaban sus puestos que, en su mayoría, poseen desde décadas atrás, pues algunos han mantenido el negocio de generación en generación. Es el caso de la familia Parra. La madre de Natalie - y su abuela antes que ella - han vendido artículos religiosos en las escalinatas de esta plazoleta desde hace 80 años. “Fue una herencia de mi mami y de mi abuela que me enseñó a hacer camándulas. Yo misma las fabrico”, cuenta con orgullo.
Como Natalie, de 25 años, decenas de familias de vendedores de artículos religiosos vivieron un auténtico calvario durante la pandemia. “Me tocó hacer de todo, reciclaba, lo que fuera. Es duro cuando uno tiene sus hijos pequeños y no hay como vender las cositas”.
Si bien no se ha recuperado del golpe financiero, ahora ve luz al final del túnel con la reapertura del templo. “Cuando se acabó la cuarentena hablamos con los celadores y me dejaron volver. Siempre mi puesto ha sido aquí, vine y empecé a sacar mis cositas otra vez”.
Y hasta los limosneros, dependientes de la caridad de los fieles convertida en moneda, sufrieron como nadie en tiempos de pandemia. “La gente que recurre a pedir la limosna vivió un tiempo supremamente triste. No podíamos apoyarlos con mercados ni nada porque todo estaba cerrado”, relata el padre el sacerdote.
Para ellos, el verdadero milagro fue sobrevivir a la pandemia. Como Alfonso Elías Moncada, discapacitado y que desde hace 30 años habita en la calle, vio como sus benefactores desaparecieron, y ni la más mínima ayuda del gobierno distrital o nacional se hizo presente. “No he recibido el primer peso del Gobierno, mientras que el pueblo siempre me lo ha dado”, dice con cierta rabia.
La limosna, esa última carta que se juegan muchos desesperados, para Alfonso se convirtió en su único ingreso, la forma de ganarse la vida. De niño sufrió poliomielitis, que deformaron sus piernas al punto que le impidieron caminar. “Tengo mi hogar, tengo a mi hijo, tengo a mi esposa y me sostengo a base de mi limosnita, porque esto ya es una forma de trabajo”, explica.
No guarda grandes expectativas respecto a la Semana Santa, a pesar del río humano que seguramente arribará al templo. “Entre más vacas, menos leche”, dice. “Semana Santa es pueblo pero para mí no es productivo porque los que vienen son muy tacaños”.
Un acto de fe
“La gente pasa por muchas pruebas y por muchos dolores, por muchas carencias y rupturas. Con fe hacen la novena al Niño Jesús, piden lo esencial para hacerle frente a las dificultades. Es la paz del corazón y Dios da la paz a quien en él confía. Al sentir paz hay una visión más clara de la realidad, y se llenan de un gozo interior y espiritual, y así confían”, comenta el párroco Palacios.
Creyentes como Giovanni piden prosperidad. “Ahorita que está como empezando todo de nuevo pues pedir que me dé más fuerzas en el negocio, que nos vaya bien a mí, a mi familia, a mis hijas”.
“Yo pido primero por Colombia, por todo el universo, por mi vida, por mis muchachos, por mis nietos, por todo”, dice doña Eloísa.
Natalie pide por la salud de su compadre: “lo tengo grave, delicado, le están haciendo diálisis. Le estoy pidiendo ese milagro, que le dé mucha salud”.
Por su parte, Martha Lucia solo reclama el respeto de aquellos que la tratan de loca. “Más locos son los que ofenden al prójimo. Los que me ofenden, ofenden a Dios”.
Y Alfonso pide, pide plata todo el día. Las monedas que mueve en su tarro apenas suman 800 pesos, y a pesar del mal clima y de la gente en desbandada, no se va. “La fe mueve montañas y con fe puede llegar hasta donde usted quiera”. El fervor ha vuelto al templo del Divino Niño del 20 de Julio.