Muy pocos episodios han marcado la historia del país en estos 15 años como la masacre de 12 funcionarios de la rama judicial que fueron asesinados el 18 de enero de 1989 en un paraje conocido como La Rochela, en el Magdalena Medio santandereano. La masacre de dicha comisión judicial puso al descubierto la enorme capacidad terrorista que habían adquirido los llamados grupos de justicia privada y, lo que es peor, dejó en evidencia la incapacidad del Estado de enfrentar no sólo a la guerrilla sino a sus más grandes enemigos: los paramilitares.El surgimiento del boom paramilitar en el país en la década de los 80 comenzó a darse, fundamentalmente, como respuesta a las cada vez más asfixiantes prácticas de boleteo, secuestro y extorsión llevadas a cabo por los grupos guerrilleros, que habían asolado el campo colombiano ante la ausencia casi que absoluta del Estado. Inicialmente se trató de una primera fase de la contrarrevolución armada de características casi que espontáneas e inorgánicas, cuyo único propósito, más que atacar, era el de defenderse de la inclemencia guerrillera. Pero muy rápidamente los grupos de justicia privada pasaron de la defensiva a la ofensiva. Y fue así como regiones en las que antes imperaba la subversión, como Urabá y el Magdalena Medio, pasaron a ser 'territorios liberados' por los grupos de autodefensas o paramilitares.¿Qué ocurrió para que esas organizaciones de campesinos armados con escopetas de fisto y hacha y machete se convirtieran en máquinas de muerte? ¿Quién se encargó de dinamizar su proceso de crecimiento? Durante los años 80 un fenómeno que había comenzado de forma paralela con las autodefensas -el narcotráfico- terminó por inyectarle los dos elementos que le hacían falta para sembrar el terror a lo largo y ancho del país: organización y plata.La participación y el respaldo de los narcotraficantes a esta siniestra modalidad de hacer justicia por mano propia tiene una explicación en el hecho de que los narcos empezaron a invertir los grandes excedentes de sus negocios en la compra de haciendas y ganado, precisamente, en aquellas tierras que habían sido abandonadas por los ganaderos ante la presión de los guerrilleros. Para ello contaron, además, con el respaldo de un sector de las Fuerzas Armadas que los veía como aliados en su lucha contra la subversión. El entonces procurador general de la Nación, Horacio Serpa Uribe, lo definió muy acertadamente como "una forma simplista de pensar que los enemigos de mis enemigos son mis amigos".Esa relación, al menos ante un sector de la opinión pública, aún se mantiene y organizaciones no gubernamentales han denunciado en foros internacionales el presunto maridazgo entre 'paras' y miembros de las Fuerzas Armadas. Inclusive ese hecho ha sido uno de los mayores escollos que ha tenido un posible diálogo entre el gobierno y la guerrilla. La cuestión para estos últimos es muy clara: mientras el gobierno no muestre resultados concretos frente a los paramilitares no hay posibilidades reales de desmovilización de los grupos subversivos.