Santa Teresita alguna vez fue un barrio que conoció el esplendor bogotano. Hacia los años cuarenta se edificaron allí inmensas casas que ocuparon vecinos notables de una sociedad profundamente dividida. En una de sus esquinas aún se ve la casa que ocupó Jorge Eliécer Gaitán, el líder liberal que fue asesinado el 9 de abril de 1948, en la céntrica avenida Jiménez, y cuyo magnicidio marcó el inicio de uno de los periodos más cruentos de la historia colombiana conocido como La Violencia. Ese día miles de enardecidos partidarios de Gaitán, indignados y adoloridos, incendiaron un país y una ciudad que no serían los mismos desde entonces. Sesenta y siete años después, Santa Teresita sigue siendo un barrio apacible: aunque conoció mejores días, y los huecos en sus calles delatan un cierto abandono, la llegada de editoriales y espacios autogestionados como la editorial y estudio de diseño La Silueta, al frente de Juan Pablo Fajardo y Andrés Fresneda ha hecho que el barrio recupere espacios culturales que le fueron ajenos durante muchas décadas. Como Santa Teresita, se podría mencionar también el caso de San Felipe, un barrio más al norte de Bogotá, que durante décadas fue ocupado por talleres industriales –tras ser un sitio residencial de casas amplias con porches generosos– y que hoy ha ido convirtiéndose en un polo cultural de la ciudad después la inauguración de espacios de arte contemporáneo como Flora Ars+Natura,; Instituto de Visión; Sketch; 12:00 o Beta. Aunque parezca obvio decirlo, y ocurra en cientos de lugares del mundo una gentrificación parecida, se podría decir que en el caso bogotano existe una conciencia “positiva” de habitar los barrios y convivir con los vecindarios sin la pretensión de convertirlos en lugares excluyentes y de prestigio. Lo demuestran acciones como las del colectivo Manila Santana, que ganó una convocatoria de la Fundación Misol y el Instituto Distrital de las Artes, Idartes, para documentar la historia de San Felipe durante tres meses, a través de imágenes, conversaciones y fotografías de aspectos cotidianos del barrio. El proyecto puso de presente la convivencia de artistas y coleccionistas que compran la leche y el pan en las viejas tiendas y caminan al lado de los galleros que se reúnen en una de las esquinas del barrio, junto a la tradicional gallera San Martín.
Interior del Museo de Arte de la Universidad Nacional de Colombia, en Bogotá. Como en estos casos, en Colombia se han abierto, desde hace una década –en algunos otros casos emblemáticos desde hace dos o más– residencias de artistas, galerías y editoriales; hay artistas consolidados cuyas obras viajan y se inscriben en colecciones o museos internacionales; existe un circuito de museos con una programación viva todo el año, y como en pocos lugares en América Latina, hay decenas de centros de educación formal y no formal para artistas, así como unas decididas políticas públicas como los Salones Nacionales de Artistas, el Premio Luis Caballero a artistas mayores de 35 años, o los Salones Regionales con curadurías específicas que, discutibles o no, han creado una escena artística. “La idea de un boom del arte colombiano contemporáneo no es compartida unánimemente, ni dentro ni fuera del país, pero surgió de un crecimiento inusitado del número de artistas cuyo trabajo llama la atención, y por las exposiciones, espacios y publicaciones que intentan ponerlo a circular. Por esa razón, también han emergido curadores, críticos y gestores que se ocupan de generar nuevas oportunidades de encuentro entre el arte y los espectadores”, escribió hace unos meses en la edición de Arcadia dedicada a la Feria Internacional de Arte de Bogotá, ArtBo, el curador e investigador de arte Jaime Cerón. Precisamente, Cerón fue formado por una generación que entendió la emergencia del arte contemporáneo en Colombia. Carolina Ponce de León, hoy al frente de la política de artes plásticas del Ministerio de Cultura, y después José Ignacio Roca, fueron pioneros en crear las condiciones desde el Banco de la República, para adquirir y mostrar arte contemporáneo en un país algo acostumbrado al arte ornamental o a los grandes nombres de la generación anterior, como Fernando Botero o Alejandro Obregón. A pesar de que desde los años setenta se crearon en Colombia museos como los de Arte Moderno de Bogotá y Medellín, o la Tertulia, en Cali, y en los ochenta galerías como Sextante, La Oficina y Valenzuela y Klenner, la década de los noventa marcó una decidida ruptura permitiendo que nombres como los de Doris Salcedo, Juan Fernando Herrán, Luis Fernando Peláez, Luis Roldán, Hugo Zapata, José Alejandro Restrepo, Óscar Muñoz, María Fernanda Cardoso, Nadín Ospina, Miguel Ángel Rojas, José Antonio Suárez, Antonio Caro o Álvaro Barrios, entre muchos otros, fueran mirados de otra manera. Desde el Banco se impulsó una especie de pedagogía indirecta exhibiendo arte contemporáneo al igual que desde los museos mencionados y eso permitió que, desde entonces, el público accediera a propuestas no convencionales. En Bogotá, la irrupción de artistas, publicaciones y espacios autogestionados durante el siglo XXI ha sido constante. Espacios como La Agencia, Odeón, NC-arte, o los ya mencionadas, han acogido exposiciones, experiencias y ferias de publicaciones independientes realizadas por gestores, artistas y editores como Manuel Kalmanovitz, al frente de la revista-editorial Matera, una publicación trimestral que mezcla dibujo, collages, textos originales y recobrados; Caín Press, de Francisco Toquica; Robot, editorial especializada en cómic y fanzines; Jardín, de la editora Andrea Triana y el artista Kevin Mancera. Esta escena, sumada al trabajo de artistas como Adriana Bernal, Alberto Lezaca, Paulo Licona, Felipe Arturo, Mónica Bravo, Mateo López, Alberto Baraya, Nicolás París, Milena Bonilla o Luisa Ungar, por solo mencionar algunos, ha hecho que la ciudad mantenga un cierto ritmo de exhibiciones o acciones artísticas durante todo el año.