Fernando Vallejo es hoy el escritor más odiado y más leído en Colombia. Sus detractores señalan que su estilo panfletario, provocador y decididamente vulgar es una impostura innecesaria, y que su fama es superior a su calidad literaria. En lo que a mí concierne, Vallejo y Laura Restrepo son los dos grandes escritores del momento -ambos con estilos muy diferentes. Los artistas y especialmente los escritores se reconocen y destacan no sólo por su singularidad creativa, sino porque con su obra logran representar de manera fidedigna un momento histórico de las sociedades donde se hicieron -o deshicieron. Un Shakespeare, un Cervantes, un García Márquez, un Botero, reflejan a través de su literatura o su pintura estampas de un tiempo, recrean formas de la manera como se representa una sociedad. Esa es la grandeza del artista: la capacidad de condensar en un libro o en un trazo, un instante histórico significativo.Vallejo podrá ser un ángel exterminador de las buenas costumbres, un iconoclasta empedernido, una especie de Vargas Vila de estos tiempos, pero su prosa es fascinante -no sólo por su fluidez, precisión y fuerza narrativa- porque en sus novelas ha logrado mejor que ningún otro reflejar los cambios de este país en los últimos 30 años. Toda la otra nueva literatura -salvo acaso Al diablo la maldita primavera de Sánchez Baute que representó el mundo gay, ese mundo subterráneo y marginal desconocido para la mayoría de este país- no logra dar cuenta de esa nueva Colombia y, por eso, sus obras serán efímeras. Los Gamboa, los Mendoza, los Silva, los Abad, los Ungar, los Bonnet -por solo nombrar algunos y alguna- no digo que no sean buenos escritores, sus obras son amenas e interesantes, pero no alcanzan ese tono conjetural que los haría grandes artistas. Lo que les falta es lo que le sobra a Vallejo: sinceridad, entendimiento de una realidad en sus distintos matices y capacidad para recrear todo esto desde la ficción sin concesiones morales y estéticas. Tal vez lo único que no me gusta de su obra es su misoginia y el no aceptar que la mujer y su inserción en otros roles distintos al del hogar, constituye un vector de cambio indiscutible y valioso para Colombia y el mundo.La Colombia de los últimos treinta años ha cambiado radicalmente. A la fuerza hemos descubierto que en esta hermosa geografía hay múltiples expresiones sociales y étnicas que luchan por autodefinirse y tender puentes hacia algo común que podríamos llamar la identidad nacional. En medio de la guerra, de la miopía de las elites para reconocer y potenciar esa heterogeneidad -sin duda nuestra fortaleza más importante como nación- lo más importante que tenemos hoy para mostrar es esa Colombia diversa, ajena al discurso oficial, como no sea para trivializarla e instrumentalizarla como fuente de legitimidad.Pero eso no es fácil de ver, porque lo cierto es que lo que ha predominado ha sido la otra Colombia: La Colombia más conservadora, más reaccionaria, más violenta, más ilegal, menos solidaria, más mafiosa. Podemos decir que en estos treinta años, el acelerado proceso de urbanización gracias al conflicto y al estancamiento de la economía rural; la disolución del Estado y la irrupción de lo para estatal; y cierta modernización proveniente del proceso de globalización y de los avances en educación, han sido los factores que han jalonado esos cambios; debemos decir también que el factor de la disolución del Estado y la consolidación de verdaderos poderes para estatales es el que mayor influencia ha ejercido sobre los cambios de patrones de conducta de Colombia entera, en lo social, lo político, lo cultural y lo institucional.La Constitución de 1991 y la diversidad cultural que medio sobrevive entre la guerra, la frivolidad televisiva y la indiferencia estatal, son la resistencia a la decadencia que plantea un modelo triunfante de entender el Estado y la sociedad desde la lógica de la eficiencia económica y de la disolución de lo público en poderosos intereses, muchos de ellos de naturaleza mafiosa. Esta Colombia de hoy, en términos generales, constituye un retroceso cultural, político y ético muy doloroso -basta con encender el televisor de siete a once de la noche. Pues justamente eso es lo que ha sabido retratar Vallejo desde la Virgen de los Sicarios, el Desbarrancadero y Mi Hermano el Alcalde: una Colombia que dejó de crecer espiritualmente para diluirse en rencillas de intereses mafiosos y en frivolidad -Rosario Tijeras de Jorge Franco constituye también un buen intento en ese sentido. Esa Colombia indolente, egoísta, proclive a respaldar y a ejercer la ilegalidad y el uso de la violencia se refleja vivamente en las obras de Vallejo como en las de ningún otro escritor contemporáneo -Margarita Posada intenta una radiografía de esa elite indolente en De esta agua no beberé. El cáncer que se comió a este país lo retrata Vallejo mejor que nadie, y por eso su importancia.Vallejo no sabe de esto, tiene poca conciencia de su narrativa como lectura crítica de nuestra sociedad y puede que hasta le incomode que se lo hagan saber. Pero su literatura es imprescindible como radiografía de esta abdicación de lo público, de esta desbarrancada. * jicuervo@cable.net.co . Profesor de la Facultad de Finanzas, Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad Externado de Colombia