El libro de León Valencia “Mis Años de Guerra” se inicia en la década de los setenta. En las primeras páginas menciona la figura del párroco de Pueblo Rico, Antioquia, Ignacio Betancur. El texto termina, en noviembre de 1993, con la noticia de la muerte violenta de ese sacerdote. Fue este personaje uno de los que introdujo a Valencia en las luchas sociales y políticas, uno de los que le inculcó la pretensión de cambiar el mundo. La presencia de sacerdotes católicos reaparece en el momento de la firma del acuerdo de paz de la Corriente de Renovación Socialista (1993), ante una comisión “encabezada por los padres Francisco de Roux y Horacio Arango”. Clara evidencia del papel protagónico que jugaron algunos sectores de la Iglesia Católica tanto en la movilización del inconformismo social contra la pobreza y la exclusión como en los esfuerzos por lograr el abandono de la lucha armada. Tal vez por ello, el texto de León Valencia tiene un claro sabor a confesión, tan de la esencia de la religión católica. Aunque a diferencia de los ejercicios católicos que se realizan en la intimidad del confesionario, éste se hace público y no constituye propiamente un reconocimiento de los “pecados” cometidos. Podría más bien calificarse como crónica sentimental e intelectual de una rectificación política. No es el testimonio de un converso, de alguien que reniega de su anterior fe. Por el contrario, uno pensaría que las convicciones de Valencia lo llevaron a la lucha armada y luego, esas mismas convicciones, lo sacaron de ella. La renuncia fundamental radicó en el abandono de la idea de que “podía arriesgar mi vida o segar la de otra persona por una causa que entendía grande y noble” (pag. 44). El sentimiento propio de un rabioso militante o de un mártir. El panorama de la década de los setenta que dibuja Valencia, es uno de efervescencia política, de turbulencia social. Los últimos estertores del Frente Nacional, ese régimen que al tiempo que apaciguó la violencia liberal conservadora, incubó los gérmenes de la futura subversión. En la década del 80 sólo pudo constatar el recrudecimiento de los conflictos, con la aparición del narcotráfico y de la guerra sucia. Hay dos elementos que parecen explicar la escogencia de la lucha armada por parte de muchos jóvenes politizados: a) la enorme dificultad de la “movilización de masas”, objetivo de las luchas políticas y sociales de la izquierda colombiana; b) la hostilidad y violencia de un régimen político y de unas élites regionales o locales que temían como al demonio las reivindicaciones de sectores campesinos o populares urbanos. Sobre lo primero, es claro que concientizar y movilizar a sectores campesinos o pobres urbanos, es una tarea lenta, llena de sinsabores, de pequeños avances y grandes retrocesos.  Parafraseando a Lenin, uno podría pensar que la regla en esta materia era “un paso adelante, dos atrás”. Esta dinámica debía exasperar a unos jóvenes ansiosos de concretar la revolución. La lentitud del proceso político estimulaba un voluntarismo que la lucha armada podía canalizar. Por lo demás, los riesgos de seguridad que corrían los militantes de izquierda se podían neutralizar con la incorporación a la guerrilla. En cuanto a las referencias que Valencia hace de sus ex compañeros de militancia guerrillera, es notable que no estén afectadas por la acritud o por el desprecio. Por el contrario parece guardarles respeto personal y afecto. No utiliza el texto para hacerles un juicio político o para mostrarlos como seres degradados. Probablemente considera que es suficiente crítica la senda institucional que él mismo escogió. Pero todo ello no parece estar exento de dramatismo. Tampoco se diría que es producto de un cálculo táctico. Su obsesión con el tema de la traición así parece demostrarlo. Sin lugar a dudas, el dilema que lo atormentará mientras existan guerrilleros del ELN en pie de guerra será el de ¿dónde está la incierta frontera que separa la leal rectificación política de la vil traición? León Valencia parece saber que ese dilema no se resuelve en una sola batalla, en un instante decisivo. Tendrá que continuar la tarea de equilibrista que le permite distanciarse tanto de la figura del renegado como de la del obsecuente con sus antiguos compañeros. El curso violento y turbio de la vida política nacional durante los 80 y los 90 motivó su renuncia a la vida guerrillera. Pero si uno tratara, con base en el libro, de identificar los rasgos personales que podrían explicar su abandono de la lucha armada, empezaría por señalar la curiosidad mental y la capacidad de disfrutar de la cultura, la literatura, la discusión política y la controversia filosófica. Facultades estas adquiridas antes de entrar a la guerrilla y difícilmente sostenibles dentro de ella. En lo emocional, el amor por los hijos parece haber tenido peso decisivo para abandonar la lucha armada. Otros factores aparentemente banales, pero con seguridad determinantes, serían el apego a la bohemia urbana y a las pequeñas libertades de la vida no clandestina: andar en carro por las carreteras de Colombia, con la brisa golpeándole la cara o tomar “tres cocacolas” seguidas en una tienda a la vera de la carretera. Esas humanas “pequeñeces” marcan un agudo contraste con el aburrimiento metafísico y el aislamiento que aplastan la vida en la guerrilla. Tampoco son deleznables la vanidad y el deseo de protagonismo que se evidencian cuando nos cuenta que “cierto liderazgo político que tenía en la vida civil se había desdibujado y las aptitudes para sobresalir como dirigente guerrillero eran realmente pocas” (pag.250). Qué duda cabe que el libro está orientado a reivindicar que el indulto y la amnistía que obtuvo la Corriente de Renovación Socialista tras la firma del acuerdo de paz de 1993, le restituyó la “ciudadanía plena y el derecho absoluto a opinar sobre la vida del país y a intervenir en sus asuntos” (pag. 285). Es también, como lo dice en el prólogo, una respuesta a “los llamados públicos a hablar de mi paso por la guerrilla”. Tanto León Valencia como su libro serán siempre controversiales. Algunos lo considerarán cínico o mentiroso y no le perdonarán su pasado. Otros lo calificaran de honesto y transparente y le reconocerán su compromiso con la paz. Personalmente me ubico dentro de estos últimos. Pienso que Valencia es un buen elemento para la democracia colombiana, no sólo por las actitudes que lo caracterizan sino por los aportes periodísticos e investigativos que ha hecho para la comprensión de nuestra turbulenta vida política. Creo sin embargo que nunca abrazó con entusiasmo su identidad de guerrillero y ello le permitió “reinventarse” como un demócrata comprometido tras su desmovilización. En últimas, nunca fue un guerrillero del común y por ello me temo que su ejemplo no es generalizable.  *Juan Carlos Palou  es investigador de la Fundación Ideas para la Paz