El 8 de abril de 1994, en Kigali, Alain Ngirinshuti, joven de 15 años, escuchó a hombres y mujeres gritar cual animales en un degolladero al frente del colegio, donde se escondía desde el día anterior con decenas de otros tutsis. Después de los primeros asesinatos en las afueras, los milicianos hutus entraron para continuar la masacre. Decapitaron a su vecina Laeticia de un solo machetazo. Una mujer aterrorizada les pagó a sus verdugos para que no la descuartizaran, sino que le dispararan en la cabeza. La mayoría pereció entre gritos, pero a Alain, herido y escondido tras una pila de cadáveres, lo rescató la Cruz Roja horas después.

Como muchos sobrevivientes, Alain escogió Francia como tierra de exilio para sanar sus heridas. En 2017, luego de 15 años en el país, pidió la nacionalidad francesa. Las autoridades sorpresivamente rechazaron su solicitud “por falta de lealtad” a la patria. Le reprochaban trabajar para Ibuka, la principal asociación de memoria del genocidio. Alain sabía, por experiencia, que las instituciones de su país de adopción todavía ven con recelo a quien intente buscar la verdad sobre las masacres y aclarar el rol de Francia.

El genocidio dejó 800.000 muertos en 100 días, además de montones de desplazados. El presidente francés de esa época, François Mitterrand, dejó bajo secreto los archivos que explican el rol de su país en los hechos.

El imprevisto anuncio del presidente Emmanuel Macron de crear una comisión de la verdad, 25 años después de los hechos, podría cambiar esa desconfianza. Este organismo, presidido por el respetado historiador Vincent Duclert, tendrá acceso a los archivos militares y políticos de la época, la mayoría de ellos confidenciales hasta hoy.

Buscan determinar con exactitud el papel que el país europeo desempeñó antes, durante y después de los 100 días de 1994, en los que el régimen hutu y sus milicias asesinaron a cerca de 800.000 tutsis. Según las últimas revelaciones, al lanzar la operación armada Turquesa, Francia no solo habría intentado detener las masacres, sino también, paradójicamente, proteger al régimen genocida o, al menos, contener a los rebeldes tutsis que regresaban liderados por Paul Kagame, hoy jefe de Estado de Ruanda. Esas acusaciones se suman a las críticas por el apoyo militar, político y financiero que el Gobierno hutu recibió desde París años antes de las matanzas y por la demora con la que las autoridades galas intervinieron.

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La mayor parte del siglo XX, Ruanda vivió en crisis debido a la división étnica que los belgas instituyeron durante la colonia. En 1959, los hutus tomaron el poder y los tutsis se exiliaron en las naciones vecinas para huir de la violencia. Los tutsis crearon el Frente Patriótico Ruandés e intentaron regresar militarmente a su país en 1990. Esa decisión dio inicio a la guerra civil. Entonces, el Ejército francés se negó a que los tutsis volvieran, pues había firmado un acuerdo de cooperación y ayuda bilateral con los hutus para mantenerlos en el poder. Una razón habría tenido que ver, en parte, con el proyecto francófono en África, pues los tutsis que escaparon a Uganda y Tanzania, países de habla inglesa, ya no hablaban francés. La influencia gala en la región, sobre todo en Ruanda, Burundí y Zaire (actual República Democrática del Congo), habría estado en peligro con los tutsis en el Gobierno.

Así que el entonces presidente François Mitterrand envió algunas tropas al país africano y miles de armas para apoyar a los hutus. En menos de tres años, Ruanda perdió al 11 por ciento de su población en la guerra.

En la carta que formaliza esta comisión, el presidente autoriza un acceso total “a los archivos del Estado entre 1990 y 1994 (de la Presidencia de la República, del primer ministro, del ministro de Europa y de Relaciones Exteriores, ministro de las armas y de la misión parlamentaria en Ruanda)”.

Con esta decisión histórica, el mandatario francés da el paso que sus predecesores no se atrevieron. Mitterrand murió un año y medio después de los hechos sin explicar claramente su política africana. Jacques Chirac, por su parte, se concentró en reconstruir la memoria de la deportación de judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Nicolas Sarkozy y François Hollande manejaron una retórica de verdad que no desembocó en acciones concretas.

Macron, el presidente más joven de la Quinta República, adolescente durante las matanzas, no tiene las manos atadas como los anteriores, pues no pertenece a la vieja clase política ni a los partidos en el poder en esa época.

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Esta comisión responde también a las exigencias del poder ruandés, que acusa a Francia de complicidad con el régimen hutu. Además, muchos han intepretado el hecho de que Macron haya declarado el 7 de abril día de conmemoración del genocidio como un mensaje claro de apaciguamiento de París hacia Kigali, y también como un gesto hacia las asociaciones de víctimas que exigen la verdad sobre las masacres.

A pesar de la voluntad presidencial, la comisión encontrará obstáculos importantes. Uno de los problemas consiste en trabajar en un contexto políticamente sensible que se presta a polémicas y sospechas. El hecho de que el organismo incluya especialistas del genocidio armenio o de la Shoá (el Holocausto judío), pero ninguno de Ruanda, ha generado sospechas.

Francia habría favorecidos a los Hutus, en parte, para proteger su influencia en la región, expresada en la francofonía. Hoy en Ruanda el gobierno habla en inglés.

No llamaron a la comisión, por ejemplo, a Hélène Dumas y Stéphane Audoin-Rouzeau, los dos expertos más reconocidos del tema en Francia, porque, según el diario Le Monde, han hecho declaraciones hostiles al Ejército francés. “No soy el tipo de historiador que prefiere la servidumbre a la verdad”, declaró el director de la comisión a ese periódico.

Otras de las dificultades será acceder a los archivos de Mitterrand. Estos documentos se encuentran protegidos por un protocolo vigente desde los años setenta, que consiste en darles a los exdirigentes o a sus representantes legales el poder de controlar la difusión de archivos.

La curadora legal de los registros de Mitterrand es Dominique Bertinotti, exministra socialista. Ella ha rechazado, sin justificarse, varias solicitudes de acceso a los papeles. La protección legal es tan sólida que ni siquiera el jefe de Estado, con todos sus poderes, puede obligar a Bertinotti a difundirlos.

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La socialista no ha dado muchas explicaciones sobre sus motivos, pero ha evocado el temor de que su apertura sirva para juzgar parcialmente las decisiones de Mitterrand, sobre todo, si no se conocen la totalidad de los papeles: “Solo la confrontación de las posiciones de unos y otros, que permitirá decir cuáles son las responsabilidades de cada quien”, declaró en 2016 a la cadena radial Europe 1, en una de las pocas entrevistas que ha concedido sobre el tema. Esta semana afirmó a la agencia AFP que examinará atentamente las solicitudes de la nueva comisión, pero precisó que “nada será automático”.

Dentro de un año, la comisión deberá entregar su primer reporte. Solo entonces se sabrá si la voluntad de Emmanuel Macron de encontrar la verdad es sincera, y si la independencia de los investigadores está a la altura de la historia y de las esperanzas de las víctimas del genocidio.