En 2014, cuando Susan Schneider encontró a su esposo, el actor Robin Williams, sin vida y colgado de un cinturón en su dormitorio, en medio del dolor culpó al párkinson o al trastorno de bipolaridad del que hablaban los médicos. Pero con el paso del tiempo, mientras el mundo se regaba en homenajes para una de las estrellas más queridas de Hollywood, ella comenzó a pensar que faltaba una pieza del rompecabezas. Algo que explicara por qué Williams había cambiado tanto en tan poco tiempo.

Unos meses después, cuando entregaron los resultados de la autopsia, descubrió la respuesta: él no tenía bipolaridad ni párkinson, sino una extraña enfermedad incurable llamada demencia con cuerpos de Lewy, que había minado poco a poco sus capacidades mentales y su movilidad. Fue una especie de liberación: “Yo le había prometido que llegaríamos al fondo del asunto. Así que sentí un gran alivio”, explicó.

Con ello llegó el compromiso de que el mundo entero supiera por lo que había pasado su esposo, pues durante mucho tiempo la prensa dijo que Williams había recaído en su adicción a las drogas o que simplemente estaba deprimido.

Casi no podía dormir, sus manos temblaban y empezó a tener problemas con el olfato. Además, tenía dificultades para concentrarse y para memorizar las cosas.

Así nació Robin’s Wish (El deseo de Robin), un documental que acaba de salir en Estados Unidos y que cuenta, a través de los testimonios de la propia Schneider, de varios médicos y de amigos del actor, su descenso a los infiernos de una enfermedad mental degenerativa.

El documental explora los últimos meses de Robin Williams, marcados por el declive de su carrera y la extraña enfermedad que minó sus capacidades físicas y mentales. Susan Schenider, su esposa, recuerda que el actor no dormía y sufría episodios de ansiedad y depresión.

Williams había vivido una era dorada en los años ochenta y noventa cuando protagonizó algunas de las películas más recordadas e incluso ganó un Óscar. Pero en la última década de su vida enfrentó el declive. Los papeles protagónicos escaseaban, estaba relegado a comedias mediocres y el divorcio de su segunda esposa había menguado sus arcas. Esto último también lo llevó a una difícil situación emocional, ya que sentía que sus dos hijos menores (Zelda y Cody) sufrían por su culpa.

“Robin me llamaba a las diez de la noche, a las dos, a las cuatro de la mañana, y me decía: ‘¿Sirve? ¿Algo de esto sirve? ¿Apesto? ¿Qué me está pasando?’”.

A ese coctel explosivo se le sumaron, a comienzos de la década de 2010, los primeros síntomas de que algo no andaba bien. Casi no podía dormir, sus manos temblaban y empezó a tener problemas con el olfato. Además, tenía dificultades para concentrarse y para memorizar las cosas. Pero, más que preocupación por su salud, Robin mantenía un solo pensamiento en su mente: estaba perdiendo la capacidad de hacer reír a las personas, lo que consideraba su único talento. Eso lo atormentaba tanto que comenzó a tener crisis de ansiedad y se le despertaron viejas inseguridades.

Los médicos, además, no se ponían de acuerdo con el diagnóstico. Le mandaban tratamientos para el supuesto párkinson, aunque él sentía que no servían y que, poco a poco, iba perdiendo la cabeza. Desesperado, llegó a decirle a Susan, con quien se casó en 2009, que quería “resetear su cerebro”.

Para tratar de mantenerse ocupado, intentó trabajar, pero no funcionó. La comedia de televisión The Crazy Ones, con la que quería relanzar su carrera, fue un fracaso estrepitoso, y su último papel en cine, en la película Una noche en el museo 3, resultó una experiencia desagradable. Allí, Williams interpretaba al presidente estadounidense Theodore Roosevelt. Y aunque ya lo había encarnado con éxito en las dos primeras películas de la saga, para esa tercera algo había cambiado.

Tres meses antes de morir, filmó Una noche en el museo 3, una experiencia desastrosa. El director de la película, Shawn Levy, recuerda que olvidaba sus líneas y le costaba improvisar.

Shawn Levy, quien dirigió la película, filmada apenas tres meses antes de su muerte, lo recuerda. Olvidaba sus líneas, tenía problemas para improvisar sus frases cómicas (una de sus grandes fortalezas) y debió repetir varias escenas. “Robin me llamaba a las diez de la noche, a las dos, a las cuatro de la mañana, y me decía: ‘¿Sirve? ¿Algo de esto sirve? ¿Apesto? ¿Qué me está pasando?’”, cuenta el cineasta. En esa época también lo visitó el actor Billy Crystal, uno de sus grandes amigos, quien vio “a un hombre asustado”.

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Susan dice que esa experiencia lo afectó tanto que dejó de dormir por completo y entraba en trances de los que despertaba asustado y ansioso. Un médico les recomendó dormir en cuartos diferentes, y él, deprimido, le preguntó si eso significaba que estaban separados. “Ese fue un momento realmente impactante, cuando con tu mejor amigo, tu pareja, tu amor, te das cuenta de que hay un abismo gigante en alguna parte y no puedes ver dónde está”, recuerda. Solo unas semanas después, se quitó la vida.

El documental, sin embargo, termina con una nota positiva. Susan cuenta que alguna vez le preguntó qué era lo que quería haber hecho cuando llegara al final de su vida, y él, sin dudarlo, respondió: “Quiero ayudar a que la gente tenga menos miedo”. Hoy, mirándolo con perspectiva, el mundo puede decir que cumplió con creces.