No ha existido un director de periódico más famoso y no ha logrado nadie, desde las páginas de un diario, sacudir la vida política de un país como lo hizo el legendario Ben Bradlee. Como director del The Washington Post, Bradlee, que falleció el martes 21 en la capital norteamericana, les sirvió de guía a los reporteros Bob Woodward y Carl Bernstein cuando destaparon el escándalo de Watergate que produjo nada menos que la renuncia del presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, en agosto de 1974. La noticia de prensa más gorda de todos los tiempos. El respaldo de Bradlee, y el de la propietaria del Post, Katharine Graham, fueron claves desde que los dos reporteros publicaron los primeros artículos sobre el espionaje que la campaña reeleccionista de Nixon llevaba a cabo en las oficinas de la oposición demócrata en el edificio Watergate en Washington. La serie de denuncias desembocaron en la dimisión presidencial, fueron recompensadas con un Pulitzer y le dieron fama mundial a Bradlee que, como afirmó con humor negro en una entrevista hace algunos años con SEMANA, vivía muy agradecido con Nixon porque “aunque sea paradójico, me puso en el mapa”. No fue esa la única ocasión en la que Ben Bradlee mostró en el Post que, según decía, “tenía cojones”. A comienzos de los setenta había rechazado las presiones del gobierno y publicado los Papeles del Pentágono, documentos secretos ya divulgados por el diario The New York Times donde quedaba claro que la Casa Blanca había mentido con respecto a la guerra de Vietnam. La disputa terminó en los tribunales, que le dieron la razón al periódico. Fue esa una batalla más de las tantas que libró Bradlee en los 26 años que dirigió The Washington Post (1965-1991), respaldado por la señora Graham. Nacido en 1921 en Boston, en una de las familias tradicionales de esa ciudad de Massachusetts conocidas como brahmins –en alusión a la casta de la India, y donde figuran también los Kennedy y los Cabot–, Ben Bradlee sufrió de polio en su infancia, estudió luego en la Universidad de Harvard y se marchó enseguida al Pacífico a pelear en la Segunda Guerra Mundial. Poco después, se convirtió en redactor del Post y posteriormente, con la intención de conocer Francia y de pasárselo bien, aceptó ser jefe de prensa de la Embajada en París. De allí, tras muchos ires y venires, terminó al frente de la revista Newsweek y como amigo íntimo de su vecino de puerta en el barrio de Georgetown en Washington, John F. Kennedy. Otro de sus grandes éxitos en el Post fue haber creado la sección Style (Estilo), algo impensable en la época.  Como le dijo en 2007 a SEMANA: “Antes los periódicos eran llenos de letras y columnas. Eran aburridos. Pero la gente también quiere entretenimiento, porque prefiere entretenerse a trabajar”. Sin embargo, su mayor fracaso llegó en 1981, cuando devolvió un premio Pulitzer que le habían concedido a la redactora Janet Cooke. La periodista había escrito artículos sobre un niño menor de 10 años adicto a la heroína en Washington. Pero todo era mentira. Bradlee, que gozaba destapando ollas podridas, tenía su propia definición del periodismo. Si su jefe Phil Graham, esposo de Katharine, decía que “el periodismo es el primer borrador de la historia”, Bradlee afirmaba que “un periodista debe ser el mejor detector de mentiras posible”. Como quiera que sea, lo cierto es que, desde que pisó la dirección del The Washington Post, en Estados Unidos está claro que incluso los más poderosos tienen que decir la verdad y están obligados a rendir cuentas.