En los años setenta, Oriana Fallaci había alcanzado tal nivel de popularidad que ni el líder de la revolución musulmana en Irán pudo negarle una entrevista, pero sí midió su persistencia. Luego de diez días en la ciudad de Qom, el 12 de septiembre de 1979 el ayatolá Ruhollah Jomeini recibió a Fallaci, que vestía un chador de pies a cabeza. Una vez se postró frente al líder y encendió su grabadora, la periodista sacó todas las dotes de talento, protesta e histrionismo que hacían de sus entrevistas eventos que resonaban en todo el planeta. Con un tono directo, sin agachar la cabeza ni quebrar su voz, le preguntó sobre su estatus como líder de facto, sobre por qué algunos lo consideraban un dictador y le temían a muerte.En un punto dramático del intercambio, Fallaci indagó por qué forzaba a las mujeres a “ocultarse” siendo que, tal como los hombres, habían luchado por la revolución. Jomeini le respondió que estas no eran “arregladas, como usted, descubiertas y arrastrando consigo una hilera de hombres”, y concluyó que vestían así para no distraer. Fallaci disparó: “Eso no es cierto, imam. Además, no pregunto por el vestido. Pregunto por lo que representa, que no pueden ir a la universidad, trabajar, nadar... por cierto, ¿cómo se nada en un chador?”. El líder, molesto, contestó: “Esto no le incumbe, y si no le gusta el vestido islámico no tiene por qué usarlo. Es para mujeres intachables”. La italiana se quitó entonces lo que llamó “este estúpido pedazo de tela medieval” y el imam dejó la entrevista, que más parecía en ese punto una pelea de pesos pesados. Pero Jomeini sabía que no podía darle la última palabra a esa fuerza natural de 1,54 metros y 45 kilos, conocida por su temeraria manera de confrontar a las figuras de poder. Por eso regresó al día siguiente a completarla.Le sugerimos: La historia de una crónica escrita con una sola manoLuego de una larga lucha contra el cáncer, que la llevó a recluirse en su apartamento en Manhattan y recibir visitas de pocos familiares, entre estos su sobrino y único heredero, Fallaci murió de 77 años en 2006. Justo antes, tomó un vuelo chárter de Nueva York a su natal Florencia, pues quería terminar donde todo había empezado. Vivió de cerca una guerra mundial, conflictos como el de Vietnam, revoluciones culturales y manifestaciones reprimidas como la matanza de la plaza de las Tres Culturas en México, en 1968, donde tres balazos casi acaban con su vida. También entrevistó a famosos como Alfred Hitchcock y a pesos pesados de la política internacional como Muamar Gadafi, Henry Kissinger, Golda Meir, Yaser Arafat y Robert Kennedy, todos pertinentes, todos incómodos con su presencia y preguntas.Fallaci alcanzó reconocimiento global, pero una islamofobia exacerbada que se hizo evidente en sus escritos posteriores a los ataques del 11 de septiembre de 2001, en Nueva York, manchó su legado. Aun así, la periodista Cristina de Stefano, autora de Oriana Fallaci, The Journalist, The Agitator, The Legend, la biografía traducida al inglés que revivió la figura de la periodista, establece en su narrativa que sus radicales posturas no borran lo que logró e inspiró. Su determinación y cualidades llevaron a varias generaciones de periodistas, hombres y mujeres a cuestionar, a no temer al poder e incomodarlo sin tregua. Para otros, como James Marcus, editor de Harper’s Magazine, sus últimos trabajos tristemente “hicieron de esta antifascista vitalicia una heroína de las derechas”.Fallaci juró que nunca autorizaría una biografía, pero al menos diez libros y un par de películas han intentado recoger sus pasos. No podría quejarse, pues no hacer caso era parte de su impulso natural. El libro de De Stefano no se riega en referencias, pero, en palabras de la periodista Helen Epstein, “está lleno de material íntimo, dramático y fascinante. De Stefano reconstruye el camino de la hija modesta de un carpintero hasta la reportera política, fumadora serial cuyos trabajos fueron traducidos a más de 21 idiomas”.En efecto, Fallaci nació en Florencia en 1929. De Stefano habla de una madre indomable y de Edoardo Fallaci, un tallador de madera adepto a Proust que esperaba un niño y trató a su hija como uno. Le enseñó a resistir dolor sin mostrarlo, a disparar, a cazar, y esa instrucción la curtió para el mundo que se venía encima. La ocupación alemana en Italia en la Segunda Guerra Mundial llevó a la familia a la resistencia. Oriana, de 13 años, ayudó a mover panfletos, mensajes, e incluso llegó a transportar granadas camufladas en lechugas.Puede leer: El triste cuento de hadas de Grace KellySu tío Bruno encauzó su energía incontenible, y antes de cumplir sus 20 años la llevó a la redacción del periódico local La Nazione. Allá, contra el pronóstico de compañeros y jefes que desconfiaban de su juventud, Oriana se hizo a un nombre con sus reportajes y su voz. A finales de los años cincuenta trabajaba en L’Europeo, revista que la envió por un mes a Estados Unidos, país en el que viviría la mayor parte de su vida. Espíritu libre, cubrió Hollywood en 1957, y afiló lo que Orson Welles llamó “su agudo ojo toscano”. Rebelde, se negaba a seguir itinerarios asegurando de forma muy europea que si en algún punto quería pasar por San Luis, Misouri, lo haría, y si el impulso de visitar el DF mexicano la picaba, lo seguiría.Comenzó a publicar libros que cimentaron su estatus. Empezó por Los siete pecados capitales de Hollywood, y luego aprovechó que L’Europeo le encargó un reportaje sobre mujeres en Turquía, Pakistán, India, Malasia, Hong Kong y Japón para estampillar su recorrido pasaporte y alimentar El sexo inútil, que publicó en 1961. Impredecible y curiosa, dedicó varios meses a vivir la entraña del programa espacial estadounidense en la Nasa, y luego se sumergió en la guerra de Vietnam. En 1969 publicó Nada y así sea y muchas crónicas para Corriere della Sera que le dieron renombre internacional y le abrieron la puerta a entrevistas memorables, entre estas una a Henry Kissinger que alcanzó a meterlo en problemas con el presidente Nixon.Estas marcaron, entre muchos, al ácido Christopher Hitchens, un cuestionador del poder que proclamó a Fallaci una digna representante del “arte de la entrevista”. Varios de sus trabajos más impactantes quedaron recogidos en Entrevista con la historia (1974), un libro que, como su autora, divide. Para muchos, hoy guarda enorme valor y para otros demuestra que Fallaci se hizo tan personaje de sus entrevistas como sus entrevistados y, para bien o mal, dio pie a la era actual del ‘periodista protagonista’. Hitchens aplaudió las virtudes de Fallaci, pero también declaró a su libro La rabia y el orgullo, de 2001, “el instruccional básico de cómo no escribir sobre el islam”.Le recomendamos: Hollywood, el sexo como moneda de cambioDe la vida privada y amores de Oriana hay pocos detalles. En Vietnam conoció a uno de sus amores más largos, François Pélou, el corresponsal de la Agencia France Presse en Saigón, con el que mantuvo contacto por más de diez años. Pélou era casado, y con el paso del tiempo Fallaci se cansó de la situación y la dinamitó al enviarle todas sus cartas de amor a la mujer del periodista. Otro de sus grandes amores tuvo lugar en los años setenta, con Alekos Panagulis, un disidente de la dictadura griega que murió en trágicas circunstancias cuando estaba a punto de revelar un escándalo.En gran medida, el trabajo de De Stefano ignora su faceta más crítica y radical y se enfoca en los hechos que en vida y obra hacen de Oriana Fallaci un personaje esencial del siglo XX. Pero en una época como la actual, en la que la línea entre la información y la verdad se ha difuminado tanto, bien vale repasar la vida de una mujer que, sin importar cómo la veían otros, nunca comprometió sus principios o creencias, y nunca dejó de preguntar.