García Barcha es un cineasta reputado en Hollywood, con películas al lado de Glenn Close o Gwyneth Paltrow, pero en este libro por fin muestra que heredó la garra literaria de su padre. Su pluma, como sucedía con la de Gabo, tiene poder de seducción y esa puntillista descripción de los rasgos y sentimientos de las personas o las características de las cosas.

El “club de los cuatro” de paseo por Roma, en 1969. Gabo les ponía a sus hijos Rodrigo y Gonzalo apodos cariñosos como Perro Burro y los saludaba con un “¿cómo va la vaina?”. | Foto: 2016 Vittoriano Rastelli

Si no fuera por los apellidos de su autor, Gabo y Mercedes: una despedida se podría reseñar como el relato de un hijo sobre el deterioro y la final despedida de sus progenitores, después de una vida sorprendente. Sin embargo, la familia de una gloria de las letras universales no se puede desligar de eso, así que el volumen cumple con la importante misión de revelarles a sus lectores, en especial a los colombianos, quién fue Gabriel García Márquez, ese gran desconocido.

Rodrigo cuenta que si Mercedes Barcha estuviera viva, no osaría publicar el libro. “No somos figuras públicas”, les solía advertir a él y a su hermano, el tipógrafo y diseñador gráfico Gonzalo García Barcha. Toda esa discreción, “a pesar de o tal vez debido a su adicción a los más escabrosos programas de chismes de la televisión”.

Ahora se libera de ese impedimento y ofrece un texto generoso en detalles, como que Gabo cargaba la fama de tener unos pies bonitos o que invariablemente se despertaba “gritando, manoteando alrededor, tratando de protegerse de algo o de alguien, aterrado, respirando con dificultad”, así lo llamaran con el toque más leve. De sus hijos, decía que eran los niños mejor portados del mundo, les ponía apodos afectuosos, como Perro Burro, su preferido, y los saludaba con un “¿cómo va la vaina?”.

Siempre ha sido un enigma cómo era la vida entre las cuatro paredes de la casa de los García Barcha en la calle Fuego, en Ciudad de México, y en ello Rodrigo también se explaya. La zona nunca le entusiasmó mucho a Gabo, pero le gustaba el estilo, entre colonial mexicano, morisco y español de la edificación.

El 12 de octubre de 2012 posaron en el patio de su casa en Ciudad de México, en una emulación de la misma instantánea que les hicieron la mañana en que se anunció el Premio Nobel, 30 años atrás, y que va en la portada del libro.

Narra sus diversas transformaciones y episodios entrañables como la boda de su hermano con Pía Elizondo (hija del escritor Salvador Elizondo), en el jardín. “Una tormenta furiosa golpeó las carpas con granizos del tamaño de canicas. Mi padre estaba encantado. En su opinión solo podía ser el presagio de buenas cosas. Llevan casados más de treinta años”.

Otra intimidad revelada es el día en que el escritor le anunció a Mercedes, una tarde de 1966, que acababa de escribir el final de Aureliano Buendía en Cien años de soledad. “Maté al coronel, le dijo, desconsolado. Ella sabía lo que eso significaba para él y permanecieron juntos en silencio con la triste noticia”.

Entre las cosas curiosas que adornaban la residencia, estaba un autorretrato de Alejandro Obregón con agujeros de balazos, debido a que “una noche, borracho, el artista disparó con un revólver en el ojo a su efigie pintada, furioso porque sus hijos adultos se peleaban por la propiedad de un cuadro”. Rodrigo y Gonzalo están pensando en convertir el lugar en una casa-museo.

A Mercedes la describe como una mujer de reacciones inesperadas, que siempre sufrió de ansiedad y nunca quiso tratarse con terapia. “No soy una histérica”, argumentaba. Tampoco le hizo caso a Gabo las muchas veces que le pidió que dejara de fumar, lo cual terminó matándola el año pasado.

Era franca, reservada, valiente, temerosa del desorden, quisquillosa e indulgente. Solo la vio llorar tres veces en su vida y como madre era muy cariñosa, pero no lo demostraba mucho físicamente.

Lo más estremecedor del libro es el relato de la demencia de Gabo y sus últimos días. Rodrigo refiere que lo que más lo afectó fue la pérdida de la memoria, pues trabajaba con ella. Durante unos meses muy difíciles, recordaba que había tenido una esposa, pero no reconocía a Mercedes y la llamaba “la impostora”. Ella se ponía rabiosa y preguntaba “¿qué le pasa?”, con incredulidad. Su marido la llamaba Meche o la Mercedes, y opinaba que era la persona más asombrosa que había conocido.

Por más que las brumas de su mente se volvieron muy espesas, García Márquez nunca perdió la genialidad y el verbo, evidente en frases para enmarcar como: “Estoy perdiendo la memoria, pero por suerte se me olvida que la estoy perdiendo”, o “todos me tratan como un niño. Menos mal que me gusta”.

Rodrigo García Barcha

Tampoco abandonó la picardía sexual. En su detallado reporte del estado médico de su padre, Rodrigo recuerda la vez que una enfermera informaba que tenía la piel irritada y le habían estado cuidando los genitales. “Mi padre escucha y pone cara de terror. Pero sonríe y su expresión no miente: está bromeando. Luego, para ser claro, agrega: ‘Quiere decir mis huevos’. Todos se mueren de risa”. En otra ocasión, se despertó rodeado de enfermeras y las hizo estallar en carcajadas al manifestarles: “No me las puedo tirar a todas”.

El libro trae fotos poco conocidas del álbum familiar y otro enigma que resuelve Rodrigo en él es cómo se siente ser hijo de una figura tan colosal. Confiesa que se fue a trabajar a Los Ángeles para “hacer mi propio camino, lejos de la esfera de influencia de mi padre”. Escogió laborar en inglés, idioma que Gabo no dominaba tanto, en un país al que él no iba mucho. Por lo demás, decidió hacer cine, el sueño de juventud del autor de La hojarasca.

Mercedes rodeada por sus hijos, Gonzalo y Rodrigo, en el homenaje al escritor en el Palacio de Bellas Artes de México, a los pocos días de su muerte, hace siete años. | Foto: 2014 LatinContent

Cuando hizo su primera película, Gabo le pidió a Rodrigo leer el guion, “preocupado por mí, temeroso como siempre lo estuvo de que lo que mi hermano y yo hiciéramos o dejáramos de hacer se compararía con sus logros”.

Sus sentimientos por su madre, cuenta, son “sencillos”, en tanto que hacia su padre, “aunque amorosos, fueron más complejos, debido a que su fama y talento lo convirtieron en varias personas diferentes que tuve que esforzarme por integrar en una sola, rebotando siempre de un lado a otro entre emociones encontradas”.

El libro detalla paso a paso cómo fue el deceso de Gabo y la desconcertante reacción de Mercedes ante la noticia, que hizo desternillar a sus nietas de risa, porque le explicó a un amigo que “todo pasó a última hora, como si se tratara de una entrega de comida a domicilio”.

Como lo insinúa su título, el libro es también el grito de dolor y la bella reflexión de quien ha perdido a sus padres: “La muerte del segundo progenitor es como mirar a través de un telescopio una noche y ya no encontrar un planeta que siempre estuvo allí. Se ha desvanecido, con su religión, sus costumbres, sus hábitos y rituales particulares, grandes y pequeños. El eco perdura”.