Hay cosas que cambian con el tiempo, y eso también sucede con los grandes espectáculos. El reinado de Cartagena ya no es lo que fue, y lo mismo ocurre con los toros.

Ahora le tocó el turno al cine. Hasta hace algunos años, la noche de los premios de la Academia de Hollywood paralizaba al planeta. La expectativa era enorme, y para ese momento todos habían visto en la pantalla grande la mayoría de los filmes participantes.

Además, los actores y directores eran conocidos y habían hecho una larga carrera para estar entre los nominados. Y las películas que concursaban se identificaban con temáticas que unían al mundo entero.

De El padrino, triunfadora en 1973, se sabía tanto en Paraguay como en Tailandia. Hoy ganan cintas chinas o coreanas desconocidas por la inmensa mayoría.

La versión número 93 se vio marcada por el hecho de que la pandemia evitó que los filmes llegaran al gran público. “Sin resultados de taquilla, no hubo favoritas para consagrar”, explicó The New York Times.

Además, las cintas de Hollywood que prometían revuelo, como West Side Story, de Spielberg, fueron aplazadas.

El mainstream o la corriente predominante les dio paso a obras más alternativas, algunas consagradas en el Festival de Sundance, referente del cine independiente, pero nadie estaba familiarizado con ellas.

La transmisión fue vista por un promedio de 9,8 millones de espectadores, cuando el año pasado fueron 23,36 millones; es decir, una baja del 58 por ciento.

En otros años, la gala fascinaba por la profusión de estrellas como Jennifer López, fans y fotógrafos en el Dolby Theatre. Esta vez, la velada se trasladó a Union Station en Los Ángeles, donde todo eso brilló por su ausencia. Glenn Close protagonizó uno de los momentos raros de la noche, con su baile del tema Da Butt.

Todas las premiaciones y especiales de televisión, como los Grammy, los Globo de Oro y el Super Bowl, han visto un descenso en la crisis sanitaria, pero el Óscar causa estupor ante el bajón descomunal.

El show no ayudó mucho. “En definitiva, el peor Óscar de todos los tiempos”, título The New York Times.

Por su parte, The Guardian consideró que se trató de una ceremonia rara, en un año raro, “apagada, carente de clímax”.

El formato fue visto como disperso y llamó la atención la profusión de instantes inusitados, como el baile de Glenn Close.

Las críticas más enconadas son para el desconcertante final del programa, llamado por Variety “el error que lo perseguirá siempre”. El cierre, por tradición, se reserva para el Óscar a la mejor película, y así el evento se despide con una sensación de éxtasis. Esta vez los productores decidieron poner en su lugar el premio a mejor actor, importante, pero no como para suplantar a la cinta del año.

Se cree que lo hicieron así porque daban por descontado que vencería Chadwick Boseman, muerto el año pasado por cáncer.

Si el cálculo se cumplía, todo acabaría con un conmovedor homenaje a él; no obstante, la elección recayó en Anthony Hopkins, quien no solo no estaba en el auditorio, sino que tampoco dio la menor señal de vida desde Gales, donde reside.

“Terminó así la noche con un abrupto ‘¿ah?’, en vez de la oleada de sentimentalismo con que los productores contaban (…) Fue impactante y absurdo”, afirmó Variety.

The Hollywood Reporter conceptuó que el show se quedó sin final. “La verdadera sorpresa fue la ausencia del ganador”, señaló The Guardian.

En otras épocas la gala llegaba en medio de la fascinación de éxitos ya consagrados por el público, como Titanic y Lo que el viento se llevó, dos de las cintas más taquilleras y premiadas del séptimo arte.

Asombra que los realizadores ignoraran que ningún favorito tiene el Óscar asegurado.

Para The Hollywood Reporter era lo que se podía esperar de un apostador consumado como Steven Soderbergh, quien produjo el programa junto con Stacey Sher y Jesse Collins.

La elección del hombre detrás de éxitos como Ocean’s Eleven fue vista en principio como “interesante”, pero ahora él está siendo cuestionado como nunca en su brillante carrera, pues se arriesgó con una jugada que no funcionó.

El director anunció que haría un programa muy distinto, acorde con los actuales momentos, y que se sentiría “como una película”.

Para ello, trasladó la gala de su casa, el Dolby Theatre, a Union Station, un hito de Los Ángeles. Data de 1939, o sea que por allí pasaron muchas futuras estrellas en su primera llegada a la ciudad, rumbo a la gloria, en la era dorada de Hollywood.

Algunos elogian cómo Soderbergh escenificó allí una noche de cabaré, con los asistentes de punta en blanco y a manteles en mesitas con pequeñas lámparas. Han ponderado también el look cinemático que le dio a la imagen. Otros lo desaprueban porque sienten que eso no tiene nada que ver con las grandes noches en que brillaron clásicos como Lo que el viento se llevó o Titanic.

Soderbergh puso las cosas patas arriba por el solo gusto de hacerlo; le objetan. “Desviarse de la fórmula propia del género lo único que hizo fue alterar su ADN”, juzgó Variety.

También fueron rechazadas las modificaciones –que no eran necesarias– de cara a los protocolos sanitarios por la pandemia. Una de esas constituye el otro error garrafal: fue comprensible que se prescindiera del anfitrión y los presentadores, pero no de los clips de las películas cuando los televidentes más los necesitaban, tras no haber podido verlas en las salas.

Los productores olvidaron que otra función de la gala es promocionar los filmes desde su envidiable plataforma, en especial ahora que el mercado está casi que detenido.

De igual manera, brillaron por su ausencia los números musicales en escenarios alucinantes, que han hecho época. Las piezas nominadas a mejor canción fueron grabadas de antemano.

Todo eso, para muchos, le quitó animación a la velada, que, además, “cortejaba la lentitud”, así que los ganadores se explayaban en sus agradecimientos, cuando normalmente tienen unos breves segundos.

Fue halagado el sentido de diversidad que mostró la Academia al darle el Óscar a mejor dirección por primera vez a una directora asiática, Chloé Zhao, a su vez la segunda mujer en merecerlo. Nomadland, dirigida por ella, fue bien acogida como mejor película.

Pero los expertos advirtieron que en aras de acallar las protestas de que los premios son “blancocéntricos y machistas”, se sacrificaron grandes obras.

Inevitablemente, el ambiente estuvo influenciado por los recientes hechos atinentes al racismo: la condena al asesino de George Floyd y la nueva ola de maltratos de la policía contra afroamericanos.

Conservar el código de vestir de corbata negra fue visto como un acierto, pues al menos no se perdió uno de los grandes sellos de la premiación. Hubo, de todos modos, quienes no obedecieron la etiqueta, como Zhao, quien fue con un vestido de Hermès y zapatos tenis, impensables en la alfombra roja que pisaron las leyendas de la elegancia de la meca del cine.