"¡Arrodíllate y ruega por tu vida", le gritó el jefe del pelotón de fusilamiento a William Alexander Morgan, un reo de 32 años condenado a pena capital por traicionar al régimen cubano. El hombre permaneció de pie, entre los diez fusiles que le apuntaban a la cabeza y el paredón de la vieja cárcel La Cabaña, salpicado con la sangre de sus compañeros de batalla. "¡Que te arrodilles!" le repitió el verdugo, pero él permaneció inmóvil. "Yo no me arrodillo ante ningún hombre, solo ante Dios", le respondió el preso. Los soldados abrieron fuego: primero le dieron en la pierna derecha y luego, en la izquierda. Morgan se desplomó al suelo y comenzó a entonar el himno del Ejército estadounidense. Al final, una descarga de ametralladora en su pecho y seis tiros en la cara lo silenciaron para siempre. Eran las 9 y 45 de la noche del 11 de marzo de 1961 y Fidel Castro observaba la escena desde una terraza. Esta ejecución era distinta a las que había ordenado. Morgan no era criminal de guerra, ni aliado del dictador Fulgencio Batista, y ni siquiera cubano. El comandante Yankee, como le decían, era un estadounidense que dos años atrás se había internado en las montañas para luchar por la libertad de la isla, hombro a hombro, con Castro y Ernesto 'Che' Guevara. Pese a ser un extranjero, llegó a obtener el grado de comandante, la máxima distinción revolucionaria. Morgan, sin embargo, no llegó a la gloria. Fidel lo acusó de ser un agente de la CIA y de conspirar en su contra, así que dictaminó que lo borraran de la historia. Solo ahora, 50 años después, su figura vuelve a ser recordada por cuenta de un reportaje publicado en la revista The New Yorker. Su vida es tan apasionante que resulta extraño que todavía Hollywood no haya hecho de ella una película. Así como Steven Spielberg descubrió al héroe alemán Oskar Schindler para su cinta sobre el Holocausto, Morgan podría ser la pieza desconocida del rompecabezas de la revolución cubana. De familia republicana, Morgan asistió a un colegio católico en Toledo, Ohio, pero fue expulsado muy pronto. Probó toda clase de empleos, desde marinero hasta tragafuegos en un circo, pero nunca duró más de un mes en cada oficio. Lo aburría la rutina y, tal vez por eso, se enlistó en el Ejército gringo a los 18 años y se fue a Japón en una misión clandestina, pero fue despedido de las filas un año después. Entonces regresó a las calles de Miami y terminó involucrado con la mafia, contrabandeando armas para vendérselas a los subversivos cubanos. Sus negocios en el bajo mundo estaban prosperando hasta que Batista se atravesó en su camino. La Policía Secreta de este tirano capturó a su socio y, luego de torturarlo, lo arrojó a los tiburones. Morgan juró vengarse. En 1957 llegó a La Habana para luchar en la Sierra Maestra, en la costa sureste, al lado de Fidel. Sin embargo, las autoridades le seguían los pasos y terminó refugiándose en las montañas del Escambray, que atraviesan la parte central del país. Allí conoció a Eloy Gutiérrez Menoyo, comandante de otro grupo guerrillero, conocido como el Segundo Frente Nacional, y se hicieron amigos. Morgan le contó que tenía una cuenta pendiente con Batista y le pidió entrar a sus filas a cambio de enseñarle todo lo que había aprendido con los marines.Menoyo aceptó de mala gana. Sospechaba que aquel rubio rechoncho era un infiltrado de la CIA, un espía ruso de la KGB o uno de los mercenarios de Batista, así que decidió poner a prueba su lealtad. Lo obligó a subir y bajar una y otra vez hasta el pico de una montaña, lo hizo aguantar hambre y sed y lo retó a atravesar unos arbustos con espinas venenosas. Con las pocas palabras en español que había aprendido, Morgan gritaba "¡Yo no soy una mula!". En una oportunidad el ejército de Batista casi los captura por su torpeza con el idioma. Un vigía había detectado unos soldados que se acercaban al campamento y Menoyo ordenó una emboscada, pero Morgan no entendió la orden, se precipitó y disparó. Le había revelado su ubicación al enemigo y en cuestión de horas todo un ejército invadió la selva. Tuvieron que correr.A los dos meses, el gringo de aspecto impecable estaba irreconocible. Se había convertido en un 'barbudo' con varias ronchas en el rostro, 12 kilos menos, ropa militar y un rifle Springfield al hombro. Su leyenda se había extendido y ya algunos periódicos lo describían como un "vaquero de una novela de Ernest Hemingway". Morgan también empezó a ganar credibilidad en la organización. No solo enseñó técnicas militares a sus compañeros, como manejar armas y colocar bombas, sino que se convirtió en la mano derecha de Gutiérrez Menoyo, a quien solía referirse como "mi jefe, mi hermano". Sin embargo, el Che nunca confió en Morgan. En octubre de 1958, cuando llegó a Escambray proveniente de Sierra Maestra para tomar el control del Segundo Frente, por poco se encienden a tiros, pues el gringo nunca comulgó con el pensamiento marxista-leninista del comandante argentino. Al final, ambos tuvieron que ceder y unir fuerzas por el bien de la revolución. Morgan y sus hombres se tomaron varias ciudades y cuando estaban a punto de irrumpir en Cienfuegos, se regó el rumor de que Batista acababa de huir de la isla con destino a República Dominicana. Entonces empezó la celebración en las calles y, en medio de los gritos de victoria, los habitantes envolvieron a Morgan en una bandera de Cuba, mientras exclamaban: "¡Viva el americano!". Una semana después, Castro llegó a Cienfuegos, donde lo esperaba una multitud de simpatizantes. Tras dar un discurso en la plaza central, felicitó a Morgan, pero tal como cuenta el periodista Aran Shetterly en su libro The Americano, enseguida le dio la espalda y le preguntó a Menoyo: "¿Cuánto tenemos que pagarle a este gringo aventurero para que se vaya a su casa?". A lo que este contestó: "Él no es un aventurero, es un revolucionario como nosotros". Fidel se frotó la barbilla y le dijo: "Peor todavía". Morgan siempre había sido un rebelde sin causa, pero en Cuba encontró un motivo para luchar. Durante su estadía conoció la otra cara de la isla, una distinta a la de las apuestas, el ron y el chachachá: la isla que no tenía electricidad ni agua potable, la de las torturas, las aldeas saqueadas por el Ejército y los lujos descomunales de Batista. Ya no buscaba revanchas personales, ahora creía en la libertad y la democracia. En una de las cartas que le envió a su madre le dijo: "Cuando subí a las montañas yo no era un idealista, pero siento que ahora lo soy. Tengo un sueño por el que vale la pena morir. Sé que lo más importante para los hombres libres es proteger la libertad de los demás".Al comandante Yankee pronto le llegó el turno de demostrar su compromiso con la lucha. A los pocos meses alguien lo contactó para que liderara una contrarrevolución apoyada por el dictador dominicano Rafael Leonidas Trujillo, un grupo de batistianos exiliados, unos mafiosos que habían perdido sus negocios en la isla y por miembros de la CIA. El hombre aceptó la propuesta e incluso viajó a Miami a ultimar algunos detalles de la conspiración. Pero Morgan en realidad era un agente doble, pues siempre había mantenido a Castro al tanto del oscuro complot para asesinarlo. La operación resultó ser un fiasco y Fidel aplaudió la valentía del gringo al reconocerlo como un cubano más, como un "héroe de la república". Aun así, el episodio le costó la ciudadanía estadounidense y, con ello, la posibilidad de visitar a su familia en Ohio. Antes de llegar a Cuba, Morgan había subido al altar en tres ocasiones -primero con una chica que conoció en un tren, luego con una bailarina exótica y, finalmente, con una encantadora de serpientes-, pero nunca sentó cabeza. La única mujer que logró conquistarlo fue Olga Rodríguez, una guerrillera con la que se casó en secreto en el monte. Tras el triunfo de la revolución, la pareja creyó que sus sueños de formar un hogar en paz se cumplirían: Olga había quedado embarazada y Morgan, mientras tanto, había creado un próspero criadero de ranas con el que daba trabajo a cientos de campesinos del Escambray. Pero en el fondo el comandante Yankee sentía una gran desazón por el rumbo que los 'barbudos' del ejército rebelde querían darle al país. Le preocupaba que Fidel se inclinaba cada vez más hacia el comunismo y que su promesa de convocar elecciones se desvanecía. Morgan dejó en evidencia su inconformidad y Castro no tardó en dar la orden para que el G-2, la Policía Secreta del gobierno, lo siguiera. Cuando dos de sus guardaespaldas revelaron que el estadounidense y sus amigos estaban tramando volver a alzarse en armas, la Policía lo detuvo. El régimen finalmente había encontrado la excusa perfecta para deshacerse del gringo. "Al señalarlo como agente de la CIA, Castro no tenía que explicar por qué al principio Morgan había luchado por la revolución y luego se había desencantado de ella. Era lo mismo que sucedía en Estados Unidos con la etiqueta de comunista que se le ponía a todo el que pensara diferente", dijo Shetterly a SEMANA. Durante el tiempo que permaneció en La Cabaña, Morgan siempre creyó que Castro entraría en razón y lo dejaría salir. Pero ocurrió todo lo contrario. Después de fusilarlo, emprendió la cacería contra su esposa, que al final solo pagó diez años de cárcel gracias a que su suegra hizo campaña por liberarla.Hoy Olga vive en Estados Unidos y sigue recordando a Morgan como su "gran amor". Desde hace más de 20 años, además de intentar recuperar la ciudadanía de su marido, ha hecho lo imposible por traer sus restos al país para enterrarlo en el mausoleo familiar de Toledo. Al fin y al cabo, él siempre quiso que lo recordaran como un héroe y que su historia no quedara sepultada en el olvido. Tal vez Spielberg ya lo haya considerado para el guion de su próxima película.