Hace unos meses, el libro King Corp lanzó la bomba de que Juan Carlos tuvo una hija ilegítima, Alejandra de Rojas, con Rosario Palacios, condesa de Montarco.
Por supuesto, el escándalo no se hizo esperar y corrieron ríos de tinta, por un chisme que, de todos modos, era un secreto a voces en la alta sociedad española, que le tapó por años al rey sus jugadas financieras oscuras y su donjuanismo.
Este interesante dato, de todos modos, opacó el resto de la jugosa información que los periodistas Javier del Olmo y David Fernández, sus autores, recopilaron en un arduo trabajo de investigación, escarbando en fuentes primarias como documentos públicos, libros de contabilidad, correspondencia y otros.
El asunto de la hija ilegítima, eclipsó al otro tema que ha hecho de Juan Carlos uno de los hombres más polémicos de la historia reciente en España: su sed, al parecer insaciable, de riqueza.
Si su examante, Corinna Larsen, ya había contado cómo tenía en su palacio máquinas contadoras de billetes para saber cuánto sumaban los generosos regalos en efectivo que le hacían familias de monarcas y millonarios árabe, King Corp trae un impresionante recuento de lo que pasaba cuando esas “donaciones”, como él las llama, eran en especie.
Por supuesto, los jeques de las petromonarquías del Medio Oriente no le manifestaban su estima con fantasía fina a aquel que llaman “mi hermano”.
Como sabían de su pasión por los relojes de las marcas de mayor renombre, en especial las de Suiza, lo complacían cada vez que podían con estos ejemplares.
En últimas, amasó una colección de 400 piezas de oro, piedras preciosas y con la ingeniería relojera más sofisticada.
El rey, quien abdicó en 2014 en su hijo Felipe, no los guardaba en sencillos cajones de su vestidor, sino que los hizo instalar en una habitación especialmente acondicionadas para ello en el Palacio de la Zarzuela, su residencia oficial hasta hace poco, cuando Felipe le manifestó que no podía vivir más allí, tras sus copiosos escándalos.
Los relojes eran conservados en ese espacio a temperatura controlada y era tan hermético, que no entraba la más mínima brizna de polvo.
Además, mandó a hacer para cada uno un dispositivo giratorio que simulaba el movimiento de la muñeca, de modo que daba la sensación de tratarse de una exhibición.
King Corp cuenta que las piezas eran obsequio de los monarcas del golfo Pérsico, pero también hubo otros benefactores.
Revisando los libros de diversas instituciones, se encontraron que muchos empresarios españoles, como José María Ruiz Mateos, le regalaban al rey toda clase de lujos.
Es más, también citan que su esposa, la reina Sofía, y sus hijas, las infantas Elena y Cristina, igualmente recibían obsequios de los magnates.
Pero los relojes no siempre permanecían en esta especie de exhibición y ahí es donde sale a relucir la picardía de Juan Carlos.
Para no gastarse el dinero que recibía por ser rey, vendía estas piezas, a través de la joyería Aldao, una institución en Madrid, cuyos dueños son sus amigos.
Unas veces, los dueños de Aldao le entregaban el producto de la venta a terceros. Otras, quedaba consignado a su cuenta en el establecimiento, para usarlo cada vez que tuviera que hacerle un regalo, particularmente, a alguna de sus amantes.
Tal es el origen, dice el libro, de un famoso collar de esmeraldas que le dio a Corinna.
Como se recuerda, la jugada de Juan Carlos para llenarse de plata, consistía en conseguirles a los industriales españoles codiciados contratos con empresas del mundo árabe, valiéndose de su relación con las familias reales.
Como las empresas no podían extenderle un cheque por sus coimas, los emires se encargaban de hacérselas llegar, disfrazadas de donaciones.
Otros regalos más visibles que los relojes eran los autos, otro lujo preferido del monarca de la casa Borbón.
El libro habla de un Rolls Royce Phantom Drophead Coupé, un Maserati y un Hummer, que le fueron regalados, pero que él vendió porque prefería el efectivo.
Lo malo de todo esto, es que, en su calidad de rey, tenía la obligación de registrar esos bienes para que pasaran a ser patrimonio del Estado, lo cual no hizo.
Es más, su falta de decoro al respecto fue tal, que llegó a vender objetos que ya eran propiedad pública, concluye King Corp.