“Es con profundo pesar su Majestad la Reina anuncia la muerte de su amado esposo, Su Alteza Real el Príncipe Felipe, Duque de Edimburgo. Su Alteza Real falleció pacíficamente esta mañana en el Castillo de Windsor. Se harán más anuncios a su debido tiempo”, publicó en un comunicado el comunicado del Palacio de Buckingham en la mañana de viernes. La noticia, que sacude a la golpeada monarquía británica, cierra uno de los amores más entrañables y únicos de la realeza.

Hace casi 10 años, la reina Isabel se llevó uno de los peores sustos de su vida en la Navidad de 2011, cuando el príncipe Felipe tuvo que ser llevado de urgencias a un hospital por un fuerte dolor en el pecho. La cuestión no pasó a mayores y se resolvió con la operación de una vena obstruida, pero dejó en la Familia Real británica el temor de la única cosa que podría hacer tambalear a la vigorosa Isabel II: la ausencia de su amado esposo, el único hombre que ha existido en su vida, visto como el origen de su fuerza para afrontar seis duras décadas de reinado.

El idilio es mucho más viejo, pues comenzó en 1939, cuando la entonces heredera del trono inglés, de solo 13 años, conoció a su primo Felipe, de 17, en una visita a la Academia Militar de Dartmouth, donde él estudiaba, junto a sus padres, los reyes Jorge VI y Elizabeth. Ese día, el apuesto príncipe de Grecia y Dinamarca la impresionó, deliberadamente, con sus destrezas atléticas y su buen humor. Descendientes ambos de la reina Victoria I y del rey Christian de Dinamarca, empezaron a escribirse, aunque Felipe dice que no con intenciones románticas. Pero varios biógrafos aseguran que desde entonces su tío, lord Mountbatten, empezó a urdir la unión de este sobrino que había nacido en el destartalado y arruinado hogar del príncipe Andrés de Grecia y Alice de Battenberg, con la hija del rey británico.

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Las maquinaciones del tío dieron resultado en 1946, cuando Felipe fue invitado por la Familia Real a Balmoral. Su estilo rudo y su ropa raída desagradaron a los Reyes, pero a Isabel le encantaron sus chistes verdes y ese aire del mundo que le traía, pues creció encerrada en sus palacios. Ella jamás tomó un taxi en la calle, ni bajó unas escaleras sin ser escoltada por un caballero.

Loca de amor, la princesa se rebeló y amenazó al rey con renunciar al trono si no la dejaba casarse con el único hombre que había conocido y amado de verdad. Sus ruegos dieron resultado y la boda se celebró en noviembre de 1947, con toda la pompa, pese a la miseria de la posguerra.

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Ser siempre el segundón y tener que caminar tres pasos atrás de su mujer no dejaban de frustrar a Felipe, pero en 1949 se liberó, al ser nombrado Segundo Comandante de la Armada en Malta, donde la pareja vivió uno de los raros periodos relajados de su relación. Ella era simplemente la duquesa de Edimburgo, por el título de su marido, y se comportaba como una esposa más de los oficiales, iba al salón de belleza, tomaba baños de sol y bebía cocteles con Felipe por las tardes. Isabel subió al trono en 1952, con solo 25 años, y la tensión que le producía su nuevo rol solo pudo ser atenuada con los mimos de Felipe, quien le decía: “Dale una de las tuyas, Lilibeth”, cuando ella les hacia mala cara a los fotógrafos. Él la protegía además de los curiosos molestos: “Atrás, no ven que es la Reina”. Así mismo, es el hombre que hace reír a esta mujer, a menudo adusta, Jefa de Estado de una de las naciones más poderosas del mundo.

Así lucía la reina Isabel II en 1983.

Pero también es cierto que tuvo que soportarle infidelidades y sus célebres imprudencias al apuesto príncipe, padre de sus cuatro hijos y último testigo de sus años de juventud, que hasta casi sus 100 años no podía evitar desnudar con la mirada a una mujer bonita y atraer con su aire malicioso a no pocas admiradoras.

*Este artículo fue publicado originalmente por la Revista Jet-Set el 29 de febrero de 2012