En cierta forma parecía inmortal. Había salido ilesa del atentado de Dallas. Había sobrevivido a sus dos maridos. Y desde los 30 años se había convertido en la mujer más famosa del siglo XX. Varias generaciones crecieron con ella. Una persona de 80 años la recordaría hoy como la hermosa muchacha que llegó a la Casa Blanca con John Kennedy hace 35 años. Un joven de 20, como la leyenda viviente cuya cara había sido, hasta la semana pasada, la más fotografiada del mundo. Ni Diana Spencer ni Elizabeth Taylor ni la reina Isabel de Inglaterra cautivaron tanto la atención mundial como lo hizo Jacqueline Kennedy. Su vida tuvo todos los elementos de una tragedia griega. Su primer marido, el presidente de Estados Unidos, fue el hombre más poderoso del mundo. Su segundo, Aristóteles Onassis, el más rico. Tocaría remontarse a Leonor de Aquitania, nueve siglos atrás para encontrar un caso parecido. Esta se casó primero con Ricardo Corazón de León, el rey de Inglaterra, y después con el rey de Francia. John Kennedy fue el Ricardo Corazón de León del siglo XX. Representaba el príncipe encantado con que toda mujer ha soñado. Aristóteles Onassis, por su parte, simbolizába la figura paternal y protectora a la cual tuvo que recurrir cuando su mundo anterior se derrumbó. Tan pronto enviudó la primera vez, su soporte espiritual fue su cuñado Robert Kennedy. Era su confidente y su paño de lágrimas. Le recordaba que ante todo su deber era el de ser el símbolo de la dinastía familiar. Ella aceptó esta responsabilidad con nobleza. Pero el 6 de junio de 1968, Robert Kennedy fue asesinado y Jackie quedó sin ancla en la vida. Menos de dos meses después se casó con Aristóteles Onassis. El mundo enteró se escandalizó. La princesa de Camelot había caído en las garras de Rico Mc Pato. Y no era equivocada esa percepción. Pero sólo los billones de dólares de Onassis le permitieron recuperar la seguridad que había perdido. La Casa Blanca fue cambiada por la isla Skorpios, el avión presidencial fue cambiado por la aerolínea Olympic, de propiedad de su nuevo marido, y así sucesivamente. Ninguno de sus matrimonios fue feliz. Kennedy era frío, calculador y sistemáticamente infiel. Lo único que le interesaba era el poder. La familia tenía utilidad para él mientras sirviera para este propósito. En la medida en que una familia de cuento de hadas diera votos, le interesaba. Pero esa era la dimensión que el hogar tenía para Kennedy.

Con Onassis la cosas no fueron muy diferentes. Como la mayoría de los hombres obsesionados con el dinero, su único interes era ser dueño de todo lo mejor. Ya tenía la mejor isla, el mejor yate y el avión más grande. Sólo le faltaba la mejor mujer. Y al igual que la isla, el yate y el avión simplemente la compró. Una vez hizo la transacción no la volvió a determinar. Era como tener un Picasso: uno lo cuelga en la pared más importante, pero no se queda sentado viéndolo.  Por todo esto aunque el mundo entero la envidiaba, Jacqueline Kennedy siempre fue una mujer sola. De su primer marido trató de divorciarse en 1958 para salir de esa soledad. Su entonces suegro, Joseph Kennedy, le dijo que arruinaría la carrera de su hijo cuya importancia era más grande que la de una relación matrimonial. Desde entonces circuló el rumor de que le ofrecía una suma grande de dinero a cambio de que mantuviera una fachada conyugal. De Onassis también intentó divorciarse. Pero su estatus de leyenda viviente se lo impedía. La viuda del presidente más popular de este siglo no podía divorciarse como cualquier starlet de Hollywood. Otra vez tuvo que mantener la farsa. El distanciamiento con Onassis llegó a ser tan grande que cuando él murió en el hospital, ella ni siquiera estaba a su lado. Como él había tomado el matrimonio como si fuera un negocio, ella decidió vengarse póstumamente en los mismos términos. Exigió una cuantiosa herencia que la llevó a una confrontación con Cristina, la hija de Onassis. Esta tuvo que pagar 20 millones de dólares para salir de su madrastra. Al morir se había convertido en una de las mujeres más ricas del mundo con una fortuna de cerca de 200 millones de dólares. Pero el dinero de sus dos maridos nunca estuvo acompañado del amor. El verdadero amor lo conoció en el otoño de su vida. Fue en la persona de un excomerciante de diamantes llamado Maurice Templesman, quien durante los últimos 11 años estuvo siempre en forma discreta a su lado. La relación se inició cuando él estaba casado y durante cinco años fue clandestina. Al separarse se fue a vivir con ella,; por lo cual su esposa siempre le negó el divorcio. Finalmente, la semana pasada habían llegado a un acuerdo en esta materia y se comenzaba a hablar del matrimonio del rey de los diamantes con la diva agonizante. Como en La Dama de las Camelias o en la película Love Story sólo la muerte interrumpió el amor. Jacqueline Kennedy fue siempre una mujer distante y enigmática. Este fue un consejo que le dio desde pequeña su padre, un playboy alcohólico de origen francés llamado Jacques Bouvier. "Una mujer siempre debe mantener un aire de misterio", le decía. Y agregaba que "nunca se puede ver desde afuera lo que hay adentro". Tanto le impactó este consejo que desde el día que mataron a John Kennedy en 1963, no dio una sola entrevista. La cara más fotografiada durante tres décadas fue siempre acompañada de un silencio infinito. Jackie se había convertido en la Esfinge y esa imagen hizo que la magia nunca desapareciera. Su padre acabó por tener la razón y ese consejo que le dio a su hija acabó siendo lamentablemente su único legado. Jack Bouvier era conocido por todo el mundo con el apodo cariñoso de ‘Black Jack ‘. A pesar de haber despilfarrado su fortuna, gozaba de esa popularidad que llegan a tener los vagamundos encantadores. Tal vez la persona que más lo quiso en su vida fue Jackie. Sufría en carne propia el tratamiento despectivo que le daba su madre. Janet Lee Bouvier, era ambiciosa y arribista, y denigraba permanentemente a su marido por tomar y jugar. Cuando lo abandonó para casarse con el multimillonario Hugh Dudley Auchincloss, su hija se convirtió en su enfermera y lazarillo. La decadencia de ‘Black Jack‘ aumentó con los años, y Jackie siempre estuvo allí. Aun después de la verguenza de que llegara borracho a su matrimonio con el joven senador John Kennedy. El espectáculo fue tan deplorable que tuvieron que sacarlo de la iglesia y llevarlo a una alcoba mientras terminaba la ceremonia. Esto y mucho más le perdonó. Todas las biografías que se han escrito sobre Jackie coinciden en que su padre fue el hombre de su vida aunque, por sus vicios, solo le causó penas y sin sabores. Su mayor satisfacción en la vida se la dieron sus hijos. Su padre, sus amantes y sus maridos la hicieron sufrir. Pero el amor maternal fue la gran compensación de todo esto. El hecho de que John Kennedy Jr. y Caroline sean en la actualidad personas equilibradas y con vidas normales es el testimonio de su éxito como madre. Ser hijo de un ídolo de la dimensión de John Kennedy y de una diosa como Jackie no debe ser fácil.

Los excesos de fama, dinero y prensa poco contribuyen a las vidas sanas. Todo esto lo superaron los hijos de Jacqueline Kennedy. John es un muchacho soltero, sin pretensiones de ninguna clase, que está a punto de contraer matrimonio con Daryl Hannah. Y Caroline es un ama de casa común y corriente que se ocupa de sus hijos personalmente y espera a su marido a las seis de la tarde. Toda esta normalidad fue el gran triunfo en la vida de Jacqueline Kennedy, una mujer sola que marcó más que cualquiera otra la historia de la mitad del siglo XX.