Pocas veces James David Rodríguez Rubio ha llorado con tanto desengaño, como aquella tarde melancólica de infancia en el barrio Arkaparaíso de Ibagué. James no era Oliver Atom, el personaje de la serie de dibujos animados Súper Campeones, pero él realmente creía que lo era. A lo mejor fue pensando en esas jugadas inverosímiles de las caricaturas, que James, de 6 años, pateó el balón desde la calle con una fuerza tal, que la pelota subió por una tapia y luego rodó hasta caer en la sala del vecino más gruñón de la cuadra. Patricia Rubio, tía de James, todavía tiene fresca en la memoria la escena. El afectado salió hasta el umbral de la puerta y delante de James pinchó el balón, luego lo tiró al andén y se encerró furioso. Doña Rosa Miryam, la abuela del niño que se quedó gimiendo desconsolado en la mitad de la calle, salió y fue a cantarle unas cuantas verdades al vecino, en medio de una trifulca de malas palabras que fueron y vinieron. Y James no paró de llorar. Desde que estaba en el vientre de Pilar Rubio, James ya entrenaba silencioso con la zurda. Esa teoría tan difícil de digerir es la única explicación que da el profesor Jorge Luis Bernal después de meditar sobre la extraordinaria precocidad de James con el balón. Pero a lo mejor la respuesta esté en los genes. Wilson James Rodríguez, su padre biológico, llegó a jugar con la Selección Colombia Juvenil que participó en el Mundial de la Unión Soviética, en 1986, al lado de John Jairo Tréllez y René Higuita. Wilson James también nació con la bendición del talento, aunque no concentrada en la pierna izquierda, como su hijo, sino en la derecha. Incluso, dice ahora Bernal tantos años después, el papá le pegaba mejor al balón desde lejos, que el hijo. Wilson James jugó con el Deportes Tolima, entre 1985 y 1988. Luego fue a Cali y a Cúcuta y regresó nuevamente a Tolima, en 1991. De ahí que James hijo llegara a Ibagué a los seis meses de nacido en Cúcuta. Sin embargo, James padre dejó de brillar cuando comenzó a beber. Alguna vez, Jaime ‘el Flaco’ Rodríguez, técnico del Tolima en 1992, debió ir a rescatar a Wilson James de una tienda del barrio Jordán, de Ibagué, de la que no lo querían dejar salir por no haber pagado la cuenta. “Cuando llegamos estaba borracho. Le habían pegado con un bate en la cabeza”, recuerda un exdirectivo del Tolima. En algún momento la relación de Wilson James y Pilar, quien trabajaba en jornadas largas como despachadora de transporte en Cementos Diamante, se fracturó. Se separaron cuando James hijo tenía tres años. Quien unos meses antes aparecía como una promesa de esas que nacen rara vez, comenzaba a perderse para el fútbol por sus testarudas caídas en el trago. Luego de estar en el Tolima, Wilson James fue a dar a Centauros, de Villavicencio. Pero de allá también salió por exceso de copas. Finalmente terminó en Envigado, donde enderezó los pasos, aunque ya demasiado tarde para volver a una cancha. Allá se radicó. El contacto que James tendría en adelante con su padre sería cada vez más infrecuente. Con el tiempo se dejaron de ver. Pero el talento heredado se quedó con él. A los 4 años, James vivía con Pilar y su abuela justo al frente de la cancha de fútbol donde entrenaba Cooperamos Tolima, un equipo de la tercera división. Bernal recuerda ver a James en el balcón, pidiendo que lo ayudaran a cruzar la calle para ver el entrenamiento. Entonces la abuelita le ponía al niño un uniforme y se lo entregaba a Bernal para que lo entretuviera con una pelota toda la tarde, al lado de los grandes. Con 22 años de edad (el próximo 12 de julio cumple 23), James Rodríguez es hoy el máximo goleador de Colombia en la historia de los mundiales. Como profesional y a pesar de ser volante, y no delantero, ha marcado 72 goles. En su palmarés lleva a cuestas ocho títulos de liga, uno con Banfield, de Argentina, y siete con Porto, de Portugal, entre los que está la Europa League. Antes del Mundial, el pase de James, que está ahora en manos del Mónaco de Francia, costaba 45 millones de euros. James se ha vuelto un imprescindible de la selección de José Pékerman. Aquello quedó demostrado en el último partido de la primera ronda del mundial, contra Japón. En los primeros 45 minutos el juego terminó en empate. Pero cuando James entró para el segundo tiempo, la cancha se abrió, los goles llegaron, la gloria bajó del cielo. Sentado en la sala de su casa en Ibagué, el técnico Yul Breinner Calderón recordó que lo ocurrido contra Japón fue una fiel copia de lo que pasaba en la escuelita Academia Tolimense. Si James no estaba, el equipo perdía. Allá llegó por primera vez a los 7 años. Lo llevó Juan Carlos Restrepo, su padrastro y su sombra de ahí en adelante. En enero de 2004, Academia Tolimense jugó la final del Pony Fútbol contra Cali, en Medellín. Las cámaras de Teleantioquia comenzaron a seguir a un niño venido de Ibagué, del que decían había jugado siempre con pelaos dos años mayores que él. A esas alturas del campeonato, ya era el goleador. Entonces, James pidió que le dejaran cobrar un tiro de esquina. Cuando sus compañeros esperaban un centro, el balón hizo una curva en el aire, de esas que rompían vidrios y enojaban vecinos en Arkaparaíso, y se metió a la red. Gol olímpico. Pero no contento con lo que ya era una proeza y faltando pocos minutos para que se acabara el partido, James repitió la dosis. Dos goles olímpicos en una final, era algo que solo se veía en Súper campeones, la serie de dibujos animados. John Hernández, un preparador físico del Envigado Fútbol Club, dice que lo más impresionante de James en esa época era la ambición. “Después de la Pony Fútbol lo trajimos a Envigado. Y ya decía que quería jugar en Europa”, dice. James era un jugador salido del molde. No solo por sus condiciones físicas y técnicas, sino por la disciplina y la voracidad con la que quería comerse el mundo a punta de patadas. Pilar y Juan Carlos lo dejaron todo en Ibagué para acompañar a James en Envigado, sin saber cómo irían a sobrevivir. Una ciudad en la que, por aquellas extravagancias de la vida, también había sido el destino de Wilson James, un padre a esas alturas ya ausente, a veces extraño. Un vecino de ellos en Envigado, cuenta que una noche, cuando en el barrio habían apagado las luces, se asomó a la ventana y vio a James y a su padrastro pateando balones sobre el arenal de la cancha de El Dorado, en medio de la penumbra. “Ehhh, ave maría, estos sí son los más gomosos del mundo”, pensó. Pero para escalar lo que había que escalar no había otro camino. En una entrevista, James dijo cierta vez que los jugadores de fútbol son los seres más anormales del mundo. “Una persona normal tiene una vida social, va a fiestas, se toma un trago, trasnocha. Un jugador de fútbol en cambio es anormal: se duerme temprano, come sano, y hace siesta”. Y ese ritmo no dio tiempo ni para las historias de amor. Patricia, su tía, dice que a James solo le conoció dos novias. Y con la segunda se casó. Se refiere a Daniela Ospina, la hermana de David, el arquero de la selección. La carrera de James ha sido tan frenética, que la familia ni siquiera lo ha terminado de asimilar. A los 14 años, James debutó como profesional en el Envigado Fútbol Club. A los 17 fue fichado por Banfield de Argentina. Fue el extranjero más joven en la historia del fútbol de ese país en debutar en primera. Hizo el primer gol contra Central. Desde fuera del área James lanzó un zurdazo, que más bien pareció un misil que no tuvo quien lo detuviera. Los narradores del canal TyC Sports, pasmados, no sabían ni si quiera cómo pronunciar el nombre del muchacho. Le decían ‘Yeims’. “El pibe, el colombiano Rodríguez, qué golazo, para no olvidar nunca más, Yeims, qué manera de pegarle a la pelota, por favor”, dijo uno de ellos. “Es el primer gol de este chico que ha jugado solo dos partidos en primera. ¡Qué digo, ni dos partidos en primera, si apenas ha jugado unos minutos!”, agregó otro. Lo que vendría después en la historia de James está en Wikipedia, en las estadísticas, en los portales especializados, en los diarios de Europa, incluso en los programas de chismes que no le pierden movimiento a los carros que compra, o a lo espaciosa y palaciega que se imaginan su casa en el Principado de Mónaco, donde ahora vive, con su esposa y su recién nacida hija Salomé. Pero eso no es lo que precisamente admiran los jovencitos que hoy van a la escuelita Academia Tolimense, en Ibagué. Nicolás Prada, un niño de 9 años al que le dicen Niki, está allí porque quiere hacer los mismos goles de James. Su historia es tan parecida, su técnica tan prodigiosa y tan salida del molde, que el técnico Yul Breinner quiere que James algún día lo conozca y lo visite. Porque talentos así no nacen todos los años. Cuando uno menos piensa, dice Yul, aparecen de la nada, como un milagro o gracias a la herencia de un padre que, por mucho que se vaya, le dejó su talento.