Salíamos desde San Vicente del Caguán hasta Calamar, era época de lluvias y la vía parecía mas una pista enjabonada que una carretera. El auto, un cuatro por cuatro conducido por un experto con entrenamiento en terrenos difíciles se deslizaba con dificultad y zigzagueaba perdiendo poco a poco el control. No valió la pericia del piloto y terminamos en una zanja al margen del lodazal. Bajamos a revisar y constatamos que nadábamos en una piscina de 10 centímetros de profundidad de un lodo que por la textura y el color parecía flan de caramelo.Después de algunos esfuerzos logramos poner el auto de nuevo en su rumbo. Fue ahí cuando sucedió lo peor, mi compañero cruzando el lodazal resbaló, aleteó con sus brazos para intentar estabilizar su caída, sus botas patinaron y no encontraron agarre, su rostro se desfiguró en una mueca de terror sabiendo lo inevitable, lentamente cayó, yo lo vi lentamente, cuadro a cuadro hasta que se detuvo ahí, tendido en el fango.Le puede interesar: Premio Simón Bolívar reconoce a León Darío Peláez, editor de fotografía de SEMANA junto con Daniel Samper Ospina y VladdoTengo que admitir que mi reacción instantánea fue carcajearme hasta el llanto, había sido una de esas caídas tipo Mikey Mouse, pero 3 o 5 segundos mas tarde me di cuenta de la gravedad del caso. Escondí la risa y ayudé a mi compañero a reincorporarse mientras veía de cerca su cara de dolor. “¿Qué hacemos?”, le pregunté. “Pues nada, seguir”, dijo resuelto. Entonces seguimos, todavía nos faltaban unas 3 o 4 horas de recorrido. En cada curva, en cada bache, en cada frenazo del carro su ceño se arrugaba, se notaba el dolor en su brazo. Un niño consentido pensé yo. Llegamos a Calamar, reporteamos, tomamos tinto, conversamos con el uno y el otro, entramos a la iglesia y visitamos el centro de salud, pero solo desde afuera, solo por motivos estrictamente periodísticos, ese era el eje de nuestro reportaje y la razón para visitar ese lugar.En la tarde regresamos al auto y desandamos lo andando en la mañana. Mi compañero sostenía su brazo izquierdo como sosteniendo a un bebé. Después de horas de trabajo y carretera estábamos agotados y hambrientos, y fuera de todas las expectativas, hay en San José del Guaviare un restaurante delicioso donde sirven buena carne y buen vino.Llegamos a la ciudad y nos bajamos en la esquina de la plaza, cuando le pregunté si íbamos al restaurante, bajó la mirada: “Yo creo que tengo que ir a que me vean el brazo”.El hombre no se había quejado en todo el día y yo por eso había desestimado la situación, pero si él lo pedía, no podía yo ser tan inhumano y preferir las necesidades de mi estómago a la urgencia de su extremidad, de modo que nos encaminamos al centro de salud. Ingresamos y había algunos indígenas Nukak Maku diagnosticados por males comunes que los afectan, mugrosos, mal atenidos y en camillas en los corredores, el ambiente no era el mas esperanzador, también había ancianos, todos hacinados, en camillas oxidadas en un hospital que mas parecía una morgue.Finalmente llegó una enfermera y cuando descubrió a su paciente extranjero le brillaron los ojos. Miró a mi amigo, le preguntó qué le pasaba y empezó a examinarlo, milímetro por milímetro, a tocarlo, solo para revisar que el resto de su cuerpo estuviera bien.Pues sí, profesionalmente le revisó las piernas, la espalda, los brazos, las nalgas, todo, casi podría creer que esa enfermera lo tocó en sitios donde no lo ha tocado nadie mas para confirmar que todo en su cuerpo estuviera bien. Y no, el brazo estaba jodido, había que inmovilizarlo.La enfermera procedió pues a alistar una inyección, bajó los pantalones de mi amigo y de nuevo revisó meticulosamente su nalga, con mirada científica la recorrió, la palpó y juro que vi cómo esa enfermera -mientras le apretaba las posaderas a mi compañero- entrecerraba los ojos como en un éxtasis de drogas, hasta que finalmente la inyectó. Salimos de allí, el hombre estaba aburrido.No digo derrotado porque nunca lo he visto así, y no es la primera vez que lo veo caer. Pero sí se sentía pesado. Después de ese viaje regresamos a Bogotá, había que producir y entregar el material, primero intentó dictar para que alguien mas escribiera sus palabras, pero no funcionó, después intentó esperar y recuperarse, pero no, eso tampoco era lo suyo, así que se decidió a escribir la crónica con una sola mano.Yo he conocido textos a dos manos, o grupos muy creativos que escriben a 4 manos o a 6 manos, pero esto era novedoso: un texto escrito a una mano mientras la otra permanecía perezosa y convaleciente en esa hamaca de yeso. Pues sí, ese texto escrito a una mano, y reporteado en medio del dolor de un brazo fracturado el jueves se ganó el máximo reconocimiento al periodismo nacional y eso que los jurados no conocieron las apuradas situaciones en que fue producido. Juan Miguel Álvarez ganó el Simón Bolívar. También se lo habría ganado escribiendo con las dos manos. ¡Felicitaciones compadre! ¡Todos los aplausos!*Aquí puuede leer la crónica ganadora.